Adolfo Orive
EN LA DÉCADA de los noventa del siglo pasado, después de la desaparición del socialismo real y de la desintegración de la Unión Soviética, Francis Fukuyama escribió un libro sobre el fin de la historia: el capitalismo habría demostrado ser el último modo de producción en la evolución humana, y la democracia liberal se habría convertido entonces en el modo por excelencia de organización política de la mayoría de las naciones. En el año 2000, Ricardo Becerra, Pedro Salazar y José Woldenberg publicaron un libro en el que mostraban la mecánica mediante la cual, con las reformas de 1977 a 1996, México había sido capaz de edificar una “democracia genuina”. Y en 2009 Roger Bartra nos dijo que la democracia nos había llegado con la alternancia en la presidencia de la República.
El común denominador de estos tres planteamientos es la visión liberal que, desde el siglo XVII inglés, ha ido conquistando la mente tanto de políticos como de académicos dedicados a las ciencias sociales. Mi tesis, en cambio, consiste en poner en tela de juicio el supuesto básico del liberalismo: que los ciudadanos tienen todos –más o menos– las mismas capacidades y autonomía como para tomar la decisión racional que maximice sus intereses en cualquier elección económica o política que en determinado momento tengan que realizar. Y lo pongo en tela de juicio a partir de la realidad de todas las naciones en las que predominan inequidades económicas, sociales y culturales tan grandes como en México. Preocupado también por la implicación de estas inequidades, a principios de la presente década el propio Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) solicitó al destacado politólogo Guillermo O’Donnell que elaborara “un enfoque innovador sobre las vinculaciones entre la democracia […] y el paradigma del desarrollo humano” propuesto por Amartya Sen. El problema es que ni el PNUD ni Guillermo O’Donnell ponen en tela de juicio que lo que existe en nuestros países sea democracia y solamente se dedican a analizar si esa democracia es de baja o de alta intensidad. Como dice Philippe Schmitter: “la cualidad de la democracia se ha vuelto el tema de la década entre los estudiosos de las democratizaciones”.
Permítaseme avanzar paso a paso. Liberalismo y democracia no son lo mismo; desde varios puntos de vista hasta son antitéticos, como lo demostró Norberto Bobbio. El liberalismo nació en el siglo XVII inglés bajo el supuesto, esgrimido por la burguesía emergente, de que cada individuo es el único y auténtico responsable de su propio desarrollo físico, mental y espiritual. La democracia no concibe el desarrollo de los seres humanos de esa manera; supone su constitución en sociedad y en Estado. Tan son diferentes que Madison y Hamilton –padres fundadores de su patria– argumentan las razones por las cuales Estados Unidos no ha de ser un régimen político democrático, sino una república representativa liberal. Fue hasta la primera mitad del XIX que Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill conjugan ambas corrientes del pensamiento en lo que acabó por ser la democracia liberal representativa sustentada en un régimen competitivo de partidos. Pero la contradicción original ha permanecido en su seno, a pesar de los políticos y politólogos que la promueven.
Si el liberalismo es el trasfondo filosófico y teórico de la democracia, cada individuo es capaz de desarrollarse hasta su máxima potencialidad, es decir, que es capaz de gozar de libertades, a condición de que el Estado no se lo impida. De ahí que desde la Revolución francesa la lucha por los derechos humanos haya tenido tanta importancia –i.e., derechos a ejercer las libertades que las capacidades desarrolladas por los individuos ya les permiten en principio. Los derechos civiles y políticos son los que impiden que el Estado coarte el ejercicio de las libertades de pensamiento, creencia, manifestación, etc. de los individuos. Y con base en el supuesto liberal del desarrollo pleno –por sí mismo– de cada individuo, ya convertido en ciudadano por una ley, así como con base en los derechos civiles y políticos conquistados, se erige una superestructura política institucional que convoca a los ciudadanos a elegir representantes, de entre candidatos definidos por un sistema competitivo de partidos. A esta superestructura le llaman democracia. Madison y Hamilton le llamaron república representativa a finales del siglo XVIII. Y hace más de 60 años un intelectual (no de izquierda) llamado Joseph Schumpeter le llamó partidocracia oligárquica.
La conjunción de esta superestructura política institucional con el neoliberalismo ha tendido a mercantilizar al régimen político y a desideologizar a los partidos, convirtiendo a éstos en partidos-atrapa-todo. Además, las campañas electorales tienden a confrontar a candidatos sin ideas (pero con imagen), asesorados por consultores sin convicciones, en contiendas sin contenido, donde los grandes electores son los medios masivos de comunicación y sus mensajes cliché. Bajo condiciones similares no es difícil explicarse por qué el abstencionismo y el voto nulo son tan altos.
Pero no pretendo discutir ahora sobre la naturaleza de la superestructura política institucional de la democracia liberal realmente existente, sino sobre la naturaleza de la base ciudadana. Y es ahí donde el problema de las enormes inequidades le hace tanto ruido al supuesto liberal. ¿Qué sucede si la mayoría de los ciudadanos no tiene el nivel educativo y el grado de información imparcial suficiente para elegir a los candidatos que más satisfagan “racionalmente” sus intereses? ¿Qué sucede si la pobreza es tal que se requiera de programas asistenciales y de despensas para sobrevivir?, ¿y qué si tales programas o despensas están ligados a un partido o a un candidato? ¿Qué sucede si los individuos viven en una sociedad donde no existen las instituciones que les permitan desarrollar sus propias capacidades?
Desde 1917 la Constitución nos otorgó no solamente derechos civiles y políticos –exigidos por el liberalismo– sino también derechos sociales y económicos que son metaliberales. Pero me pregunto: sin la intervención activa del Estado para elevar la esperanza de vida, reducir el analfabetismo, incrementar el nivel medio de escolaridad, llevar a cabo la reforma agraria, otorgarle derechos a los trabajadores y promover las empresas que industrializaron la economía mediante sustitución de importaciones, subsidios, etc., ¿hubiéramos podido los mexicanos del siglo XX desarrollar –por nuestros propios medios– las capacidades que aprendimos gracias a esa intervención activa del Estado?
Sin capacidades no se pueden ejercer las libertades, aunque formalmente estén promulgados los derechos. Amartya Sen ha elaborado todo un planteamiento al respecto y Benjamín Arditi afirma que para el post-liberalismo los derechos no desaparecen, pero sí dejan de ser decisivos. El énfasis se desplaza hacia las capacidades de la gente y, por lo tanto, hacia las prácticas que realice y las relaciones de poder en las que esté involucrada. Dice Arditi: “si nos quedamos sólo en el plano de los derechos resulta difícil comprender qué es lo que hace que la ciudadanía sea esencialmente una práctica o proceso de subjetivación […]. Esta práctica implica que el ciudadano no es un simple depositario de atributos, tales como la igualdad ante la ley, la libertad de elegir o el derecho al sufragio […]”. La subjetivación es un empoderamiento que significa un proceso de conformación sistemática de una identidad que se va construyendo en cada momento.
Para el liberalismo la ciudadanía es un hecho exógeno dado. Para nosotros, a la ciudadanía hay que concebirla como un proceso histórico endógeno que va transformando al ser humano de una condición de sujeción a una situación de subjetivación; es decir, pasar de estar sujeto a la historia hecha por otros, a ser sujeto de la historia. Y ello se logra mediante el empoderamiento humano (en el sentido del paradigma de desarrollo humano del PNUD), empoderamiento económico, empoderamiento organizacional y empoderamiento político de los ciudadanos. Estos empoderamientos –capacidades– tienen que ver con las libertades positivas que un ciudadano puede ejercer. Por ejemplo, llamemos libertades formales a las capacidades que se tienen para elegir entre las opciones ofrecidas por las instituciones determinadas por las relaciones de poder existentes; como cuando un ciudadano elige a uno de los candidatos registrados en una boleta electoral. Ahora bien, si se elige autónomamente, es decir, sin las relaciones estructurales de dependencia a las que nos referimos en las preguntas arriba planteadas, los empoderamientos previos ya permitieron satisfacer el supuesto básico liberal. Algo que, por cierto, no ha alcanzado en México la mayoría de la ciudadanía.
Pero demos un paso adicional. Llamemos libertad autónoma a aquella que implica salirse de las opciones institucionales de las relaciones de poder existentes; v. gr., el voto nulo que el 5 de julio de 2009 llegó a ser el 10.5 por ciento de la votación en el Distrito Federal. O, mejor aún, los movimientos sociales que más allá de los partidos exigen la satisfacción de sus demandas. “Una elección verdaderamente libre no es aquella en la que simplemente escojo entre dos o más opciones dentro de un conjunto ya dado de circunstancias, sino en la que elijo cambiar ese conjunto de circunstancias.” Y esta concepción es válida tanto para la innovación política que empodera ciudadanos como para la innovación tecnológica y organizacional que desarrolla la economía, empoderando a trabajadores y a empresarios.
La democracia post-liberal es el resultado de procesos de libertades autónomas que permiten empoderar ciudadanos mediante diversas formas de participación al margen de los partidos y mediante el otorgamiento a organizaciones sociales de una especie de ciudadanía colectiva. En la democracia post-liberal se hace política por fuera de los partidos, por una parte, para gestionar demandas que exceden el marco de la democracia liberal realmente existente y, por otra, para fortalecer el sentido de pertenencia e identidad con determinadas comunidades; contrarrestando así el aislacionismo individualista al que conduce el liberalismo.
La democracia post-liberal abre así un segundo circuito de la ciudadanía y de la política, que en Europa se da como complemento de la democracia liberal realmente existente para hacer más efectiva la gobernanza y que en México requerimos para empoderar ciudadanos con el propósito de que nuestra democracia liberal realmente existente sea menos oligárquica y, por lo tanto, más “democrática”. La democracia post-liberal, al otorgar una especie de ciudadanía colectiva a organizaciones sociales y permitirles que sus decisiones sean vinculantes para los órganos de gobierno, en el marco de ciertos límites, está dando cabida a la solución de ciertas funciones mediante una relación de corresponsabilidad sociedad-Estado en contra de lo que hace el neoliberalismo al desplazar dicha solución al mercado mediante el outsourcing.
El politólogo estadounidense Philippe Schmitter, que enseña en el Instituto Universitario Europeo de Florencia, Italia, dice que la política de la democracia liberal realmente existente es cada vez más una política de grupos y no de individuos, como lo sostiene el liberalismo. El problema es que los grupos que más hacen política en la democracia liberal son los más poderosos económica y políticamente; y la hacen en lo “oscurito” porque la democracia liberal supone que son los individuos los que deciden con su voto en las elecciones. La democracia post-liberal le da entonces a las organizaciones sociales que se registren debidamente los derechos para que participen en las decisiones políticas abiertamente; y que no solamente sean los grupos poderosos los que participen en ellas.
En diciembre de 2009, la Asamblea Legislativa y el Gobierno del Distrito Federal promulgaron la Ley del Consejo Económico y Social de la Ciudad. Es una organización integrada por representantes de los sectores privado, social, sindical, académico y público que tie-nen no solamente funciones consultivas y propositivas, sino también decisorias en materia de rectoría del desarrollo integral y sustentable de la ciudad, fomento del crecimiento económico y del empleo y tránsito hacia una economía que transforme la producción para impulsar su competitividad y, por lo tanto, su desarrollo. En su primera sesión creó una comisión de prospectiva que propondrá los ejes para el desarrollo urbano, económico y social de la ciudad para el corto, mediano y largo plazos. Esto es, por lo tanto, consecuencia de libertades autónomas que tomaron la decisión de ir más allá de las opciones institucionales existentes y corresponde así a un proyecto alternativo al modelo neoliberal. Es una expresión de democracia post-liberal.
En mayo de 2010, ambos órganos de gobierno del Distrito Federal promulgaron lo que de hecho es una nueva ley de participación ciudadana. Se realizarán en octubre de este año elecciones de comités ciudadanos en cada una de las 2 500 colonias de la ciudad de México. No podrán participar en las fórmulas que compitan quienes hayan sido dirigentes de partido a cualquier nivel ni quienes hayan sido funcionarios públicos. Los comités ciudadanos de una delegación podrán decidir sobre el destino de hasta el 3 por ciento del presupuesto global de las delegaciones y podrán participar en varios otros instrumentos como planeación participativa, iniciativa popular, contraloría social, etc. Sus decisiones son vinculatorias para los órganos de gobierno en aquellos temas especificados en la ley. Además, se obliga a una capacitación ciudadana institucionalizada permanente con el propósito de empoderar a la gente al margen de los partidos. Ello también es una expresión de democracia post-liberal.
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