(Refundar el campo epistemológico de la economía)
Thierry Linck
LA DOCTRINA NEOCLÁSICA tiene un fundamento hedonista de acuerdo con el cual la búsqueda del placer constituye el fundamento último de la elección racional. Pero el placer, entendido aquí como satisfacción individual, ¿puede garantizarse por el simple recurso del intercambio y por las solas virtudes del mercado? ¿Y puede decirse que el placer no tiene más que un fundamento individual? El hombre es un animal que se diferencia de las otras especies por el lenguaje articulado y la puesta en común de saberes acumulados, reconfigurados a lo largo de generaciones y movilizados al servicio de una determinada colectividad. Es por el acceso a sus patrimonios –propios de los diferentes grupos y comunidades que estructuran la sociedad– que el individuo rige sus comportamientos y satisface su deseo y necesidad. Por la misma vía adquiere estatus y reconocimiento social, prestigio y capacidad de acción sobre su entorno.
En ese sentido, la relación de las personas con los patrimonios propios de sus grupos de pertenencia funda la identidad de los individuos en sus distintas acepciones. Considerada bajo este ángulo, la noción de placer pierde una gran parte de su connotación individual y puede ser percibida más como el producto de algo compartido que como el fruto de un intercambio. El intercambio por sí mismo no parecería ser suficiente, ni siquiera en el sentido amplio en que el concepto es utilizado por Marcel Mauss. Pero, ¿se trata de algo que se comparte de manera equitativa? No hay ninguna razón para pensarlo. Primero, porque el acceso a esos patrimonios supone diversos aprendizajes, los que dependen de los esfuerzos individuales, pero, igualmente, y de manera determinante, del medio de origen, de las relaciones de fuerza y de las trayectorias individuales. Segundo, porque los patrimonios constituyen focos de polarización tanto en las construcciones identitarias como en el establecimiento de las jerarquías sociales. El control de los patrimonios –la capacidad de tener dominio sobre sus configuraciones y capacidad para reservar los derechos de acceso o de uso– constituye una reserva de poder que, en última ins- tancia, termina siendo la única.
El patrimonio es un recurso movilizado en la construcción del vínculo social, pero resulta igualmente importante en el campo de lo económico. Los valores sociales, las representaciones compartidas asociadas a los bienes de consumo y vendidas con ellos para ampliar las ofertas –o para diferenciar los productos– también son recursos en el sentido económico del término. Lo mismo puede decirse de los conocimientos técnicos y relacionales activados en los procesos productivos, en los aprendizajes del gusto o en los procesos de construcción de los deseos. En cualquier caso, su incorporación en el proceso de producción o en la presentación de los productos permite generar mercado y al final hacer crecer su valor de cambio. No obstante, esos recursos no constituyen activos ordinarios en la medida en que se trata de componentes patrimoniales por naturaleza desprovistos de valor de cambio y no producidos en la esfera del capital. Su movilización plantea un doble cuestionamiento, susceptible de fundar el campo problemático de la economía patrimonial.
El primero lleva a la problemática de la construcción del valor: ¿cómo la activación de recursos desprovistos de valor de cambio puede implicar un crecimiento del valor agregado final? De una cierta forma, la respuesta parecería ser muy obvia: ello resulta así en la medida en que esos valores patrimoniales se vuelven escasos. Su precio, o, más precisamente, su capacidad de generar valor de cambio, procede de una escasez instituida, asemejándose entonces a una renta de monopolio: proviene de la capacidad de ajustar la oferta a una demanda efectiva preexistente.
Si la cuestión de la apropiación resulta esencial para la construcción del campo problemático de la economía patrimonial, también lo es para la definición de una serie de temas relacionados con la gestión –y, por tanto, con la construcción– de los patrimonios. El proceso de mercantilización es por definición disociativo. Una vez incorporados, los recursos patrimoniales tienden a no tener sentido más que por medio del producto puesto sobre la escena. Separados de su esfera original y colocados en el universo unidimensional de la mercancía, corren el riesgo de ser irremediablemente disociados de los componentes cognitivos que les dieron origen.
Esta aseveración adquiere sentido en las innumerables situaciones en que los productos representan o contienen valores simbólicos. Y es particularmente pertinente en el campo problemático de la propiedad intelectual. Es el caso en especial del campo alimenticio, pues las preferencias y los hábitos alimentarios son particularmente reveladores de los modos de socialización.
Considerados desde un punto de vista meramente biológico, los alimentos no constituyen más que un simple nutriente: una composición de moléculas orgánicas y de sales minerales cuya ingestión y metabolización permite satisfacer nuestras necesidades fisiológicas. Pero son al mismo tiempo algo más que eso.
Son fuente de emociones que no son verdaderamente percibidas más que en la medida en que se vuelven compartidas y que no adquieren sentido, entonces, más que en la memoria colectiva (los saberes movilizados en los procesos de domesticación de la naturaleza, la elaboración de alimentos y los modos de consumo, así como las representaciones que generan, la exploración de sabores y el respeto de los rituales que se encuentran asociados a ellos) y a partir de aprendizajes complejos: en ese sentido, ellos fundan y definen en una gran medida nuestra relación con la sociedad. En el mismo sentido, la alimentación funda nuestro vínculo con la naturaleza, objetiva nuestra posición particular en la cadena alimentaria y los ecosistemas (que nosotros colonizamos) y, más allá de ello, hace aparecer fantasmas y representaciones que concurren igualmente en la construcción de la relación del individuo con la sociedad. En fin, la ingestión de alimentos dotados de esas virtudes reales o supuestas instruye un proceso de metabolización simbólica que influye de manera decisiva en la construcción del vínculo entre el ser humano y su propio cuerpo. El alimento debe ser considerado, entonces, desde un doble punto de vista: compuesto tanto de nutrientes como de valores simbólicos y, por tanto, con la función de satisfacer tanto nuestras necesidades fisiológicas como nuestras expectativas de socialización y de construcción identitaria. Este punto de vista coincide con el que fundan la etnología estructural y la sociología de la alimentación, disciplinas para las que el alimento tiene una función fisiológica tanto como social por los vínculos que lo ligan al sistema de pensamiento del grupo social.
¿Pero qué queda de esas memorias colectivas si el desarrollo de los intercambios, la circulación de los capitales y la uniformización de las técnicas tiende a velar y a cortar todo vínculo entre el alimento y su origen? En una configuración en la que la agricultura se constriñe a ser proveedora de moléculas orgánicas indiferenciadas para una industria alimentaria globalizada no quedan más valores simbólicos asociados al alimento que el que artificialmente se le concede para la “aclimatación” mercantil del producto.
Los dispositivos de protección de origen aportan una respuesta parcial a las expectativas sociales despertadas por la estandarización de nuestros alimentos. Pero abren también una opción al negocio de la alimentación, interesado más que nunca en diversificar su oferta y en presentar su producto con un nuevo barniz. Los dispositivos de Indicación Geográfica (IG) fijan el cuadro ambiguo de la protección de productos que una característica –por lo menos– relaciona con su origen. Pero ¿cuál es la naturaleza de esa protección y cuáles son sus alcances? Si nos mantenemos en el plano de los intercambios internacionales y de los acuerdos TRIPS establecidos en 1994 bajo la égida de la Organización Mundial de Comercio, la protección no concierne sino a la denominación, esta misma asimilada a una propiedad intelectual.
Es responsabilidad de los Estados-nación, llegado el caso, fijar el cuadro reglamentario que, en función de sus capacidades de arbitraje y de sus políticas sectoriales y territoriales, defina el sentido y el alcance de la pro- tección de sus productos de origen. Pero, más allá del cuadro minimalista fijado por los acuerdos de 1994, las opciones quedan suficientemente abiertas. La protección puede corresponder sólo a la denominación, considerando ciertas características del producto o extendiendo el sentido de la aplicación al conjunto de los procesos productivos implicados. Si el discurso dominante evoca de buen grado la preservación de los patrimonios locales, sus finalidades reales pueden limitarse a la valoración de las representaciones asociadas al producto, a la protección de segmentos de mercado y a la defensa de intereses particulares o a adquirir sentido en proyectos más ambiciosos de desarrollo industrial o territorial. Los dispositivos IG no constituyen en definitiva más que un instrumento del arsenal de políticas públicas. Sus finalidades quedan estrechamente ligadas a sus capacidades de arbitraje y a las tensiones que esas opciones de elección suscitan en el seno de la sociedad civil. Su concepción y su puesta en marcha se sitúan pues, inevitablemente, en la interfase de los campos de lo económico y lo político.
Así, el alimento, extraído de su esfera original y transportado al universo unidimensional de la mercancía, corre el riesgo de perder todos sus atributos de bien patrimonial y de ser irremediablemente disociado de los tramos cognitivos que le dan sentido. Pero, ¿tendríamos que concluir por tanto, con Denis Barthélemy, que el proceso de mercantilización conlleva necesariamente un proceso de deconstrucción patrimonial? Desprovisto de los lazos con su origen, el alimento no conserva más que las apariencias de sus anclajes en las memorias colectivas de los territorios. La lógica de apropiación patrimonial que supone el proceso de mercantilización provoca así, en el consumidor anónimo que lo consume, una búsqueda de ilusión que reduce la consecución del placer a una perpetua fuga del individuo frente a sus frustraciones, en condiciones en que la alteración y la instrumentalización de los valores sociales asociados al alimento se convierten en una violencia simbólica (en el sentido planteado por Pierre Bourdieu). Pero todo ello tiene su contraparte: en el dominio de la alimentación –como en el de otros bienes–, la violencia del mercado hace emerger tendencias de contrapoder y procesos alternativos de apropiación patrimonial. El surgimiento de las Asociaciones para el Mantenimiento de la Agricultura Campesina (AMAP), el éxito de los circuitos de venta directa y –aunque de manera muy relativa– el interés dado a los procesos de calificación son respuestas que, en la medida en que se funden en un debate ciudadano y tienden a reconstruir nuestra relación con el alimento, se inscriben plenamente en esta perspectiva.
¿QUÉ CAMPO EPISTEMOLÓGICO PARA LA ECONOMÍA PATRIMONIAL?
El lugar que ocupan los bienes simbólicos y ambientales en nuestras sociedades contemporáneas no permite situar por más tiempo a la economía sobre el plano único de la producción y de los intercambios de las riquezas materiales. Esta evidencia convoca a una refundación de su campo epistemológico. Podría pensarse que la especificidad de la economía tendría que incorporar a sus valores y principios la problemática de la valorización mercantil de los bienes patrimoniales. Pero esta extensión no llegaría a tener sentido si no se toma en serio que la patrimonialización implica una apropiación de bienes desprovistos de valor de cambio propio y dotados de atributos que permiten asimilarlos a recursos colectivos.
La construcción de las elecciones colectivas constituye así un dominio que completa, engloba y sobrepasa el de la apropiación individual y el principio de compe- tencia de inspiración liberal. Esta problemática debe ser estructurada por un examen de los dispositivos que enmarcan el acceso y las condiciones de valorización de los recursos patrimoniales. Todo se convertirá entonces en tema de dispositivos institucionales (la construcción y la puesta en marcha de reglas formales), de dispositivos tácitos (las convenciones o acuerdos informales asociados a las gobernancias consensuales) y de dispositivos técnicos.
De aquí puede concluirse que, en la medida en que los bienes patrimoniales son en una buena proporción productos que se encuentran fuera de la esfera del intercambio de mercado, el campo epistemológico de la economía no puede ser considerado ya como un campo autónomo. Sus fronteras son porosas y no presentan interés más que desde el punto de vista de las interacciones disciplinarias que ellas convocan. Y esta conclusión adquiere mayor fuerza si se considera que la construcción de la elección colectiva se encuentra en gran medida ligada a la emergencia de proyectos societarios no fundados en el primado de lo económico. De lo que se desprende una clara certidumbre: la economía no puede resignarse a seguir siendo una simple “ciencia del cálculo”.
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