DE HÉROES Y RACISMOS

Julio Moguel

El racismo es moderno. Las culturas o las razas
anteriores se ignoraban o se aniquilaban, pero
nunca bajo el signo de una razón universal.
Jean Baudrillard

¿Quiénes eran los mexicanos de principios del siglo xx? ¿Cómo se concebían o pensaban a sí mismos? ¿Cuáles eran los perfiles de su identidad cuando se veían ante el espejo?: como una entidad en formación, en movimiento, en transición, por tanto, como una identidad desagregada. La población en México estaba formada por mestizos, indios, criollos y mulatos, y por uno que otro de color oriental. La unicidad, el Uno, el ser nación, suponía integrar sus elementos diversos por la vía de la eliminación gradual de sus polaridades raciales, fundiéndolas en el crisol de su mezcla: descriollizar al país, por un lado, pero, sobre todo, desindianizarlo, pues el indígena era de una raza degradada por naturaleza o por la fuerza de la historia: pasiva, culturalmente limitada, ignorante, rejega, taimada, incapaz de entender su pasado y el presente, mucho menos de construir por sí sola su futuro. Guillermo Prieto señalaba este fenómeno en 1845:

Siendo los que hoy llamamos mexicanos una raza anómala e intermedia entre el español y el indio, una especie de vínculo insuficiente y espurio entre dos naciones, sin nada en común, su existencia fue vaga e imperfecta durante tres siglos.

La necesidad de desindianizar el país ya era un objetivo mayor de las clases ilustradas y de los núcleos políticos fundamentales del siglo xix. En 1848, un periódico liberal hacía la siguiente caracterización:


La raza indígena es indolente, humilde, perezosa. Acostumbrada a vivir de poco, desdeña el trabajo; la debilidad es su constitución, se inclina a la obediencia; sus escasas necesidades y su ignorancia no dan lugar en ella al espíritu de empresa. Su educación es casi la del salvaje. Identificada con sus antiguos hábitos, no bastaría el tiempo ni el ejemplo para arrancárselos. Es hoy tan supersticiosa como hace dos siglos. Intolerante como la ignorancia, no encuentra medio entre su religión y la idolatría o el ateísmo.

No eran pocos los criollos y mestizos —y alguno que otro indígena “ilustrado” y desclasado— de la época que creían que la única verdadera y radical solución a los problemas del país era el aniquilamiento de los indios. Así pensaba, por ejemplo, la mayoría de los yucatecos blancos que vivieron el drama de la guerra de castas de mediados del siglo; así lo consideraban también los que enganchaban a los indios por doquier para llevarlos a morir en el trabajo esclavo de Valle Nacional o en las monterías de Tabasco. De igual manera lo creían aquellos que desde el estado porfiriano emprendieron una guerra de exterminio contra los indios yaquis y mayos del estado de Sonora.
Con todo, la idea de aniquilar a los indios no era una idea predominante en el México decimonónico, pues desde la época de la evangelización y de la colonia se había forjado, a contrapunto, un espíritu protector que, si bien contenía fuertes rasgos racistas y discriminatorios, prefería el expediente de hacer valer “su utilidad” y mantenerlos como imagen viva del viejo México que fue, y alguna vez representó, el portentoso y mítico imperio de Tenochtitlán. Además, desatar una guerra de castas generalizada para exterminarlos no era fórmula sencilla, mucho menos cuando la población indígena aportaba entonces contingentes de trabajo numérica y cualitativamente decisivos en algunas áreas productivas del país (recordemos, por ejemplo, la protección que algunos grandes terratenientes sonorenses daban a los indios perseguidos por las fuerzas federales, pues aquéllos eran fuerza de trabajo indispensable en las labores agrícolas y ganaderas de la zona), generaba el mayor número de sirvientas y sirvientes en las concentraciones urbanas y en las grandes y medianas haciendas, trabajaba en actividades que mestizos y criollos consideraban indignas, y era la carne de gleba y de cañón más numerosa y más preciada en las innumerables confrontaciones bélicas internas y externas de la época. Ése era el siglo xix.
Los primeros años del siglo xx no llegaron con signos de aliento y esperanza para el mundo indígena de México. Replegado en su comunidad y sumergido en la miseria, el indio peleaba por su vida en el desventajoso combate diario contra el hambre y las enfermedades, pero también contra aquellos que, por una u otra vía, siguieron manteniendo la idea de que más pronto que tarde se impondría “la necesidad” de liquidarlo físicamente en nombre del progreso, el orden y la paz. En dicha tesitura, al indio de la época sólo podía consolarle el hecho de que, frente a la espada amenazadora de sus enemigos acérrimos, existieran otros que siguieron pregonando y actuando a su favor desde una posición más matizada y “protectora”, así ésta estuviera contaminada también por el virus del racismo. Una perla de ese espíritu protector cargado de “racismo suave” fue la expedición, el 4 de noviembre de 1906, de la Ley para el Mejoramiento y Cultura de la Raza Tarahumara en el estado de Chihuahua, que tenía como

[…] mira principal en sus tareas no contrariar a los indios en sus ideas religiosas, en sus juegos, en sus bailes, fiestas y esparcimientos, así como en sus costumbres íntimas y profundamente arraigadas, para procurar así la evolución lenta, tenaz y constante de la raza, hasta convertirla a la civilización, mediante que se la rodee de los beneficios que disfruta la gente culta, para que así lleguen los indígenas a ser buenos ciudadanos y a contribuir con su labor al progreso de la familia mexicana.

Pero este “espíritu protector” se movía en un terreno lleno de ambigüedades y dobleces. “Respetar las costumbres” y las formas de vida de los indios, ¿implicaba aceptar que éstos llegaran a fundirse en el futuro con los blancos para alcanzar una amalgama superior? No necesariamente. No todos los que creían que la Conquista había sido “purificadora” —por la mezcla de razas—
estaban convencidos de que, en adelante, habría que promover o convalidar dicha fusión: ello era una herencia del pasado, pero nada indicaba que debía ser lo que nos deparara el futuro. Tan es así que el “signo de la raza” no fue constituido con alguna figura heroica amestizada; no con un emblema en que el color blanco (rosado) y el color cobre (terracota) mostraran la hermosura y perfección de su feliz combinación, sino... con el personaje-símbolo mayor de raza blanca que había sido la llave —con su “descubrimiento”— de todas las conquistas posibles a partir del siglo xvi en el continente americano: la de Cristóbal Colón.


II
El 12 de octubre de 1910 la figura de bronce del nauta genovés en el Paseo de la Reforma fue visitada por miembros de la colonia italiana, acompañados por una delegación de la Comisión del Centenario de la Independencia y por trabajadores de las mutualidades El Renacimiento, Mártir de Cuilapan y Doña Josefa Ortiz de Domínguez. A las once de la mañana de aquella “fecha de feliz remembranza“ el señor ingeniero Novi, organizador del encuentro, hizo uso de la palabra para resaltar las cualidades sobrehumanas del marino que descubrió América.
La disputa por dar sentido a aquella estatua del “descubridor” del Nuevo Mundo, colocada en la Ciudad de México desde agosto de 1877, muy pronto pasó del homenaje con color italiano —dirigido a resaltar la nacionalidad originaria del navegante, con ganas de que tal fuese el sentido imperecedero del recuerdo— al de la reivindicación simple y genérica de “la raza”, fórmula con la que se expresó el profundo deseo tan criollo como mestizo de la desindianización plena de la patria. España, con la epopéyica gesta de Colón y sus marineros, habría venido a nuestras tierras a fertilizar la tierra con su sangre, y a civilizar al indio. ¿Cuál era entonces el signo unívoco de la reivindicación de la raza expresado en el culto al nauta genovés? Puro y simple racismo. Alguien inventó después la historia de que (implícito quedaba) lo que en tal celebración se festejaba no era al hombre blanco que el navegante italiano era, sino a lo que su simiente produjo años después: la “fusión”, “la mezcla”, el mestizaje.
La Revolución terminó por hacer más cobriza la medianía del país, cuestión que ayudó sin lugar a dudas a que el racismo más radical o descarnado fuera desplazado, o reducido a ser tema de consumo de pequeños cenáculos con poca o nula capacidad de acción y con poco margen para influir en el espacio de los debates fundamentales. Las voces que clamaban por “el exterminio” se fueron extinguiendo, o se convirtieron en tenues e inaudibles lamentos que ya pocos quisieron escuchar. Con la excepción de algunos lugares del país, como en el estado de Chiapas.
Por ello fue que a nadie se le ocurrió bajar a Cristóbal Colón de su distinguido pedestal en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México, manteniéndolo, por el contrario, como el símbolo mayor del “día de la raza”.
El 12 de octubre de 1917 la celebración “del día de la raza” corrió por primera vez por cuenta del Estado, y ya no sólo en la ciudad capital sino en toda la república. Las escuelas e instituciones cívicas de todo el territorio nacional se encargaron del rito “de liturgia latina para glorificar la raza”. A partir de entonces, la idea de que nuestro futuro —promisorio— “sería mestizo o no sería” quedó convertido en fuerza y signo de valor oficial en los cuatro puntos cardinales de la patria, en el entendido de que algún día no muy lejano todos los mexicanos seríamos abrasados por “una sola llama de unión bajo la caricia luminosa de muchas banderas y una alma sola”.
Muchos años pasarían antes de que aquel sello de conmemoración impuesto al “descubrimiento de América” por el gobierno carrancista pudiera mover las aguas del debate a favor de los indios. En los lustros que siguieron, Cristóbal Colón, encaramado en su base de piedra del Paseo de la Reforma, siguió haciendo valer el signo unívoco de su misión (racial) purificadora.
Por ello, pocos pudieron sorprenderse cuando, el 12 de octubre de 1946, en las celebraciones correspondientes al “día de la raza”, José Gorostiza, a la sazón Director General de Asuntos Políticos y del Servicio Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores, expresara en su discurso:

[...] el Creador dijo: “Hágase la luz”, y la luz se hizo. También el 12 de octubre de 1492, desde lo alto de un mástil, un sencillo marinero gritó “Tierra”, y la tierra se hizo. Se manifestó en su redondez, presentida, y en su existencia generosa […] Desde entonces empieza a contar nuestro tiempo […] El conquistador funda ciudades; se escuchan lágrimas y juramentos, risas y canciones, sostenidas en la marca puntual de las campanas. La vida está creando, otra vez, allí en la tierra, un mundo. España pone el idioma y la fe y la sangre, hirvientes de resolución y de energía. Los pueblos aborígenes ponen el canto y la flor, la ternura y la fatiga, el suelo rebelde y la alta noche estremecida de estrellas.


III
12 de octubre de 1992: V centenario del “descubrimiento de América”. Ese día, en San Cristóbal de las Casas, una manifestación de alrededor de 10 mil indígenas que se desplazó de la plaza central hacia el templo de Santo Domingo pasó del grito rítmico de la protesta a una acción concertada para derribar la estatua del capitán español Diego de Mazariegos. Mazo y martillo sirvieron para hacer desmontar el armatoste, que cayó de cuerpo entero y que ya en el suelo fue hecho pedacitos por la masa enardecida. El mismo día, en la ciudad de Morelia, otra marcha indígena hizo lo suyo con la estatua del virrey Antonio de Mendoza, en este caso con largos y fibrosos lazos que sirvieron para abrazar la efigie y derribarla.
En la Ciudad de México, miles de manifestantes llenaron el Zócalo para dar fe de su ira por “el genocidio” iniciado en 1492. Entre otros actos de protesta, los congregados allí quemaron las banderas de Estados Unidos y España, danzaron bailes prehispánicos y juraron vengar a sus hermanos indígenas asesinados durante los 500 años de dominación. Mientras eso sucedía, en el Paseo de la Reforma diversos grupos indígenas y simpatizantes del movimiento indio del país lanzaban huevos podridos y jitomates contra la estatua de Cristóbal Colón, al tiempo que algunos encaramados le imponían a la figura metálica del genovés un gorro negro con cuernos rojos y una manta colgada de su cuello que rezaba: “V Centenario de la masacre indígena”. Entretanto, el presidente del Gran Consejo de Anáhuac, Miguel Ángel Mendoza, iniciaba formalmente una colecta de firmas que llevaría, según su propio discurso, a reunir no menos de dos millones de adherentes para hacer una petición específica al Congreso: que se llevaran la estatua de Cristóbal Colón a España, junto con los restos de Hernán Cortés que descansaban en el Hospital de Jesús.
Algunos creímos entonces que a partir de ese día empezarían a caer, una a una, todas las efigies-símbolo de la Conquista. Pero no fue así. Entre otras, la de Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma mantiene hasta ahora su histórica verticalidad.
¿Cuándo derribaremos esa estatua?

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