Thierry Linck
1. LAS NOCIONES DE “modernidad”, “progreso”, “cambio” y “ruptura” tienen, dentro del discurso político (pero también “científico”), un elevado valor. Con todo y que dichas nociones se sostienen en criterios vagos, ambiguos o más o menos contradictorios. Todo ello no tiene nada de sorprendente. La noción de modernidad impregna fuertemente nuestras representaciones colectivas. Ella emerge con el Renacimiento, echa raíces en la filosofía política inglesa y el Siglo de las Luces, se impone como doctrina hegemónica con la revolución francesa y las revoluciones agrícola e industrial para finalmente impregnar de manera profunda las ciencias sociales.
Tal noción de modernidad se sostiene sobre algunos pilares estrechamente relacionados entre sí, que aquí enumeramos del punto 2 al punto 5:
2. La creencia irracional en el carácter redentor de los progresos de la ciencia y de la técnica viene del viejo sueño bíblico de una naturaleza domeñada por el hombre, que parece encontrarse al alcance de la mano y se corresponde, en el imaginario referido, a la construcción de un orden social más justo dominado por la razón.
3. La convicción de que el mejor mundo posible quedará sostenido en la democracia representativa y en el individualismo. Ambos fenómenos producto de un proceso de emancipación frente a las viejas instituciones (las comunidades, entre otras) y a las creencias “irracionales” que emergen del orden antiguo.
4. La visión disociativa del mundo: la economía y la sociedad son percibidas como máquinas desmontables, de las que es posible cambiar los elementos. Reencontramos allí la oposición entre solidaridad orgánica y solidaridad mecánica considerada por Durkheim, y que conduce también a una visión lineal e idelizada de la historia.
5. La afirmación de que el liberalismo mercantil, imagen simétrica del liberalismo político y filosófico, asegurará el crecimiento en la producción de las riquezas, y garantizará a la vez una disminución generalizada de la precariedad y “la llegada” de una sociedad más justa.
6. Este último punto funda el principio de un crecimiento virtualmente ilimitado de la producción de las riquezas materiales (el campo sobre el cual han sido construidos los paradigmas fundadores de la ciencia económica), hoy por hoy francamente desmentido por: a) El agotamiento de los recursos naturales y las energías fósiles; b) El avance de la pobreza y la agravación de las desigualdades; c) La saturación de las necesidades en lo que concierne a las categorías sociales dotadas de poder de compra; y d) El crecimiento espectacular de la producción y del comercio de bienes intangibles.
7. En una aproximación vitalista revisitada, las necesidades (pretendidamente ilimitadas) se articulan en realidad en torno a tres ejes fundamentales: las que corresponden a las funciones psicológicas, las que pertenecen a las funciones reproductivas y las que tienen que ver con la lógica (la “estrategia”) de reproducción de la especie. Estas necesidades deben ser satisfechas en parte por bienes materiales, pero también por bienes inmateriales: digámoslo así: por saberes relacionales (de reglas y valores sociales). Estos valores sociales pueden ser simbólicamente representados por bienes materiales cuyo consumo no conduce más que a la generación de frustraciones que hacen “regresar” al comercio y las fábricas: pues la frustración alimenta la sed de consumo y no puede derivar sino hacia otras nuevas frustraciones. En este sentido, la economía liberal reposa menos sobre una filosofía hedonista (basada en la búsqueda del placer) que sobre un principio y una lógica compulsivos.
8. Considerada bajo este ángulo, la frustración es el primer principio que permite hacer de la ilusión un valor mercantil de referencia en las economías contemporáneas. Y este es un valor interesante, pues es un valor simbólico (un saber, en su sentido amplio) que no se destruye a partir de su consumo y, sobre todo, cuyo costo marginal de producción (de hecho su costo de producción) es virtualmente nulo. En otros términos, ello no cuesta nada y puede reportar ganancias. Lo que resulta cierto siempre y cuando existan dispositivos creíbles de señalización, y que pueda establecerse una “escasez instituida” para que sean dotados de un valor de cambio. En otros términos, para convertirse en mercancía el valor simbólico debe ser privatizado.
9. Vivimos en un régimen neoliberal, es decir, en un liberalismo reglamentado. El fin del siglo XX y el principio del XXI están justamente marcados por la multiplicación de reglas, normas, estándares, convenciones, acuerdos y (para referirme a un dominio que interesa directamente al desarrollo rural) de certificación. La certificación, sea de origen, bio o solidaria, ofrece una buena ilustración para este propósito. Ella constituye una garantía “de autenticidad” y, por su inscripción en el campo de la propiedad intelectual, asegura una exclusividad de uso a los beneficiarios del dispositivo.
10. El comercio de valores sociales no constituye en sí mismo una práctica detestable. El comercio justo presenta la ventaja de incorporar una buena dosis de justicia social en un terreno —el comercio mundial— en que dicho valor no es relevante en absoluto. De igual forma, las certificaciones bio alimentan una reflexión saludable sobre el origen y la calidad sanitaria de los alimentos. Las certificaciones bajo Indicaciones Geográficas (IG) presentan la ventaja de rehabilitar la importancia de la relación entre la producción y los recursos naturales y estimular el interés que pueden generar los saberes particulares (tanto orgánicos como simbólicos) de la tradición. En la medida en que este comercio desarrolla los intercambios y ofrece accesos a nuevas posibilidades productivas y a la emergencia de nuevas capacidades de apreciación (que distinguen al conocedor del consumidor anónimo), no puede quedar duda alguna sobre el valor positivo del principio de certificación. Ésta no es una simple puesta en escena. Puede en un caso promover la activación y el desarrollo de recursos medioambientales o cognocitivos, relanzar actividades en declive, estimular la creación de empleos y el desarrollo local, preservar la diversidad de saberes orgánicos y simbólicos relativos a la alimentación y, por misma vía, tener una incidencia positiva en el reforzamiento de las identidades territoriales. Es claro igualmente que, por lo demás, en ausencia de dispositivos de certificación los productos genéricos pueden llegar a desplazar a los productos específicos (difícilmente identificables) después de haber usurpado su nombre. ¿Son fiables estos dispositivos? ¿Son legítimos? ¿Se movilizan siempre en esta perspectiva?
Estas preguntas abren la vía a nuevos desarrollos y debates en los escenarios del capitalismo actual.
1. LAS NOCIONES DE “modernidad”, “progreso”, “cambio” y “ruptura” tienen, dentro del discurso político (pero también “científico”), un elevado valor. Con todo y que dichas nociones se sostienen en criterios vagos, ambiguos o más o menos contradictorios. Todo ello no tiene nada de sorprendente. La noción de modernidad impregna fuertemente nuestras representaciones colectivas. Ella emerge con el Renacimiento, echa raíces en la filosofía política inglesa y el Siglo de las Luces, se impone como doctrina hegemónica con la revolución francesa y las revoluciones agrícola e industrial para finalmente impregnar de manera profunda las ciencias sociales.
Tal noción de modernidad se sostiene sobre algunos pilares estrechamente relacionados entre sí, que aquí enumeramos del punto 2 al punto 5:
2. La creencia irracional en el carácter redentor de los progresos de la ciencia y de la técnica viene del viejo sueño bíblico de una naturaleza domeñada por el hombre, que parece encontrarse al alcance de la mano y se corresponde, en el imaginario referido, a la construcción de un orden social más justo dominado por la razón.
3. La convicción de que el mejor mundo posible quedará sostenido en la democracia representativa y en el individualismo. Ambos fenómenos producto de un proceso de emancipación frente a las viejas instituciones (las comunidades, entre otras) y a las creencias “irracionales” que emergen del orden antiguo.
4. La visión disociativa del mundo: la economía y la sociedad son percibidas como máquinas desmontables, de las que es posible cambiar los elementos. Reencontramos allí la oposición entre solidaridad orgánica y solidaridad mecánica considerada por Durkheim, y que conduce también a una visión lineal e idelizada de la historia.
5. La afirmación de que el liberalismo mercantil, imagen simétrica del liberalismo político y filosófico, asegurará el crecimiento en la producción de las riquezas, y garantizará a la vez una disminución generalizada de la precariedad y “la llegada” de una sociedad más justa.
6. Este último punto funda el principio de un crecimiento virtualmente ilimitado de la producción de las riquezas materiales (el campo sobre el cual han sido construidos los paradigmas fundadores de la ciencia económica), hoy por hoy francamente desmentido por: a) El agotamiento de los recursos naturales y las energías fósiles; b) El avance de la pobreza y la agravación de las desigualdades; c) La saturación de las necesidades en lo que concierne a las categorías sociales dotadas de poder de compra; y d) El crecimiento espectacular de la producción y del comercio de bienes intangibles.
7. En una aproximación vitalista revisitada, las necesidades (pretendidamente ilimitadas) se articulan en realidad en torno a tres ejes fundamentales: las que corresponden a las funciones psicológicas, las que pertenecen a las funciones reproductivas y las que tienen que ver con la lógica (la “estrategia”) de reproducción de la especie. Estas necesidades deben ser satisfechas en parte por bienes materiales, pero también por bienes inmateriales: digámoslo así: por saberes relacionales (de reglas y valores sociales). Estos valores sociales pueden ser simbólicamente representados por bienes materiales cuyo consumo no conduce más que a la generación de frustraciones que hacen “regresar” al comercio y las fábricas: pues la frustración alimenta la sed de consumo y no puede derivar sino hacia otras nuevas frustraciones. En este sentido, la economía liberal reposa menos sobre una filosofía hedonista (basada en la búsqueda del placer) que sobre un principio y una lógica compulsivos.
8. Considerada bajo este ángulo, la frustración es el primer principio que permite hacer de la ilusión un valor mercantil de referencia en las economías contemporáneas. Y este es un valor interesante, pues es un valor simbólico (un saber, en su sentido amplio) que no se destruye a partir de su consumo y, sobre todo, cuyo costo marginal de producción (de hecho su costo de producción) es virtualmente nulo. En otros términos, ello no cuesta nada y puede reportar ganancias. Lo que resulta cierto siempre y cuando existan dispositivos creíbles de señalización, y que pueda establecerse una “escasez instituida” para que sean dotados de un valor de cambio. En otros términos, para convertirse en mercancía el valor simbólico debe ser privatizado.
9. Vivimos en un régimen neoliberal, es decir, en un liberalismo reglamentado. El fin del siglo XX y el principio del XXI están justamente marcados por la multiplicación de reglas, normas, estándares, convenciones, acuerdos y (para referirme a un dominio que interesa directamente al desarrollo rural) de certificación. La certificación, sea de origen, bio o solidaria, ofrece una buena ilustración para este propósito. Ella constituye una garantía “de autenticidad” y, por su inscripción en el campo de la propiedad intelectual, asegura una exclusividad de uso a los beneficiarios del dispositivo.
10. El comercio de valores sociales no constituye en sí mismo una práctica detestable. El comercio justo presenta la ventaja de incorporar una buena dosis de justicia social en un terreno —el comercio mundial— en que dicho valor no es relevante en absoluto. De igual forma, las certificaciones bio alimentan una reflexión saludable sobre el origen y la calidad sanitaria de los alimentos. Las certificaciones bajo Indicaciones Geográficas (IG) presentan la ventaja de rehabilitar la importancia de la relación entre la producción y los recursos naturales y estimular el interés que pueden generar los saberes particulares (tanto orgánicos como simbólicos) de la tradición. En la medida en que este comercio desarrolla los intercambios y ofrece accesos a nuevas posibilidades productivas y a la emergencia de nuevas capacidades de apreciación (que distinguen al conocedor del consumidor anónimo), no puede quedar duda alguna sobre el valor positivo del principio de certificación. Ésta no es una simple puesta en escena. Puede en un caso promover la activación y el desarrollo de recursos medioambientales o cognocitivos, relanzar actividades en declive, estimular la creación de empleos y el desarrollo local, preservar la diversidad de saberes orgánicos y simbólicos relativos a la alimentación y, por misma vía, tener una incidencia positiva en el reforzamiento de las identidades territoriales. Es claro igualmente que, por lo demás, en ausencia de dispositivos de certificación los productos genéricos pueden llegar a desplazar a los productos específicos (difícilmente identificables) después de haber usurpado su nombre. ¿Son fiables estos dispositivos? ¿Son legítimos? ¿Se movilizan siempre en esta perspectiva?
Estas preguntas abren la vía a nuevos desarrollos y debates en los escenarios del capitalismo actual.
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