DILETANTISMO Y PODER: OTRA MIRADA SOBRE OCTAVIO PAZ

Víctor Jiménez

Mal está un país que no deja rincón de su vida libre del cacicazgo. No es el campo cultural la excepción, ni original llamar “cacique” a Octavio Paz, el máximo que seguramente ha tenido México en esta área.
Como cualquier cacique, Paz levantaba opiniones elogiosas por todas partes: a los caciques les gusta saberse “amados”, lo que es importante para establecer un dominio sin fisuras: es malo para la imagen del cacique no recibir sino animadversión: un poco sí, pero no únicamente. Y de acuerdo con Pierre Bourdieu podemos pensar en la “homología de los campos” para ver aquí algo más que una casualidad: al fenómeno del caciquismo cultural corresponde una disposición parecida en la política y la economía de una sociedad. Paz declaró sin descanso que el escritor debía mantenerse alejado del “príncipe”, pero sólo estaba anunciando que su estrategia cultural reclamaba un poder de negociación propio, no una distancia, frente al poder político y económico.
Ricardo Piglia, el escritor y crítico argentino, acertó al describir a Paz sobre todo como “un periodista”: aquí radica el origen de su poder, que convirtió en hereditario. Paz acuñó un discurso mediático que el poder necesita escuchar: simple, con una retórica que hace sentir a sus oyentes que hay profundidad donde sólo hay juegos de palabras (el ingenio de salón transformado en sabiduría) y que puede desarmar a sus opositores porque nadie es capaz de argumentar sólidamente con las mismas armas de Paz: retruécanos, oxímoros, paronomasias, etcétera. ¿Quién le puede ganar a Cantinflas una discusión? En un país con un campo cultural más sólido que el nuestro alguien del perfil intelectual de Paz, tan próximo al diletantismo, jamás hubiese adquirido relevancia. Sólo un poder político y económico culturalmente indigente (por ejemplo, Carlos Salinas de Gortari o Emilio Azcárraga padre) e hipersensible al diletantismo podía permitirlo. Nadie más es capaz de creer que el premio de la Academia Sueca represente una garantía de calidad literaria.
La imagen de Paz ha atravesado décadas sin sufrir apenas algunos rasguños entre el gran público: éste se informa por la TV y no representa un problema. En cambio, un autor crítico como Jorge Aguilar Mora escribió La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz y tuvo que buscar refugio académico fuera de México, mientras su libro era descatalogado por Era. Pero no calló: en 2008 Aguilar Mora publicaba en la revista Día Siete un adelanto de otro, La fuga de la identidad. Crítica a la obra poética de Octavio Paz. La buena noticia hoy es que, con otros ensayos de diversos autores, dicho texto ha sido recogido en el libro que reseño aquí: Versus: otras miradas a la obra de Octavio Paz, editado este 2010 por Ediciones de Medianoche con el patrocinio de la Universidad Autónoma de Zacatecas y el Instituto Zacatecano de Cultura Ramón López Velarde.
Hay en esta publicación otros textos aparecidos con anterioridad: “El retardado surrealismo de Octavio Paz. Piedra fundacional del manierismo actual en la poesía mexicana”, de José Vicente Anaya, dado a conocer en la revista Alforja, número 43, invierno de 2007. También se divulgó, con variantes con respecto a su versión incluida en Versus, “Delicia de la glosa” (ahora “Octavio Paz: la alquimia que no”), de Heriberto Yépez, incluido en el número de la revista La Tempestad de 2008 dedicado al décimo aniversario luctuoso de Octavio Paz. Es muy buena idea que se reúnan hoy por iniciativa de José Vicente Anaya, compilador y prologuista del libro, además de ensayista con el texto ya mencionado y con “Plagios de Paz en El laberinto de la soledad”.
De Yépez se incluyen asimismo “De la índole crustácea de la poesía” y “Pazentrismo en la literatura mexicana del s. xxi”. Otros autores y ensayos compilados son: Alí Calderón, con “Octavio Paz: luz y sombra de la poesía mexicana”; Carlos Roberto Conde Romero, con “Poesía en movimiento, caducidad del instante”; Evodio Escalante, con “Octavio Paz y el arte de ametrallar cadáveres” y “Los seis errores más comunes de Octavio Paz acerca de Villaurrutia y los Contemporáneos”; José Reyes González Flores, con “El encantamiento de lo bello en ‘Piedra de sol’”; Enrique González Rojo Arthur, con “El pri de Octavio Paz. Los partidos políticos en la realidad actual del país” y Mónica Mansour, con “Sor Juana ante el discurso paradójico: un ejemplo contemporáneo”.
Los títulos de los ensayos ya anticipan, sin defraudar, el interés que tiene su lectura para quien desee superar esa condición expresada por Yépez en el primero de sus ensayos que he citado: “Paz es parte de nuestro impasse”.
Anaya avanza ideas importantes en la introducción a este libro: la equivalencia entre el cacicazgo cultural de Paz y el charrismo sindical de Fidel Velázquez (o Elba Esther Gordillo, agregaríamos hoy), así como la conversión del intelectual mexicano en personaje de la farándula.
Aguilar Mora nos recuerda que el planteamiento fundamental de El laberinto de la soledad es racista: los “mexicanos” sobre los que pontifica Paz son los criollos, no los mestizos ni (mucho menos) los indios, que para
él no existen. Y agrega Aguilar Mora: “Todavía hay mexicanos y extranjeros de diversas lenguas que citan con una seguridad a veces risible El laberinto de la soledad para afirmar que conocen muy bien a México y a los mexicanos”. También sostiene, con razón, que en Paz hay una retórica antes que un pensamiento.
La revisión hecha por Anaya de los vínculos de Paz con el surrealismo (del que resulta un repetidor tardío) es de gran interés, y desenmascara la ignorancia que sobre este tema profesa Fabienne Bradu. Son conocidos los plagios practicados por Paz en el Laberinto, pero el recuento de Anaya es tan exhaustivo que incluye entre éstos la propia justificación dada por el acusado para desentenderse del asunto —que los leones se alimentan de corderos—: también esta frase es un plagio. Y de paso nos vemos obligados a pensar si Paz podría haber sobrevivido en el campo académico, porque al primer indicio de plagio la carrera de un autor universitario se viene al suelo.
Alí Calderón es severo en ciertos renglones de su crítica a la poesía de Paz, que encuentra anacrónica y anquilosada. Igualmente, ve en Paz al responsable de la atrofia de la crítica en México, que ejerció desde el impresionismo hasta llevarla a la extinción. Recuerda, por último, sus vínculos con Carlos Salinas y su postración frente a Televisa.
Carlos Roberto Conde ubica a Paz en el campo del esteticismo cuando analiza sus reflexiones sobre la poesía, ya que ignoró siempre todo contexto sociocultural. Pero la “tradición de la ruptura” no es un oxímoron muy diferente al del nombre del partido “revolucionario institucional”.
Evodio Escalante sigue la pista de algunos camaleonismos de Paz: del socialismo de su juventud a su entrega a Televisa, por ejemplo. O del rechazo al surrealismo a la adopción fervorosa del mismo. O de su crítica al poder a su conversión en ideólogo del mismo, con derecho de picaporte en Los Pinos… En este último papel, como todos sabemos, sus herederos han mostrado también la mayor actividad.
José Reyes González Flores pone en evidencia el encantamiento de Paz, como poeta, con lo “bello”, lo que hace de su poesía un producto tieso, sin vida: frutos sin aroma, lluvias sin agua... Un poema como “Piedra de sol” no ofrece mayor dificultad crítica precisamente por su preciosismo. Ningún poema de Paz nos conmueve, por su artificiosidad, pequeñez e inmovilidad, precio que debió pagar por la “belleza” que persiguió como fin último de su poesía.
Enrique González Rojo Arthur ve en Paz a Fidel Velázquez y también a un rey convertido en cortesano (un consejero que provee de discursos contra el cambio). Su acercamiento al pri y a la televisión comercial no fue sino el “proceso de degeneración política y moral del monarca de la cultura mexicana”.
Mónica Mansour contempla a Paz como practicante de un “psicologismo criollo” y un amasijo de contradicciones, además de considerarlo incapaz de advertir el sentido del humor de Sor Juana. La acusó de “plagiaria” y de “autodidactismo” —precisamente lo que él ejemplifica— como parte de una operación para descalificarla y coronarse a sí mismo como máximo poeta del Parnaso mexicano. La autora hace igualmente un excelente análisis de los trucos retóricos de Paz para crear “verdades”… que no lo son.
Heriberto Yépez ofrece en el primero de sus ensayos un valioso informe sobre las relaciones de Paz con los infrarrealistas, a los que despreció sin atenuantes. Pero el destino reservaba una sorpresa a Paz y a Christopher Domínguez: el infrarrealismo produjo un bicho raro, Roberto Bolaño, quien se propuso “partirle la madre” a Octavio Paz y, de manera insospechada, lo hizo. Contra lo que el instinto de supervivencia de Domínguez lo lleva a sostener, en Los detectives salvajes y 2666 (los dos títulos más conocidos de Bolaño) el infrarrealista chileno ha puesto en la picota a Paz y a quienes Yépez llama “sus acólitos”. En su segundo ensayo Yépez compara a Paz con dos personajes de la farándula, Cantinflas y Héctor Suárez: el lector admitirá que ésta es una vertiente de la crítica literaria tan poco común en México como estimulante. En su tercer texto, Yépez exhibe a un Gabriel Zaid que propone su propia visión de la Biblioteca de Babel, dedicada ahora a la obra de Octavio Paz: he aquí el modelo de lo que Yépez llama “pazentrismo” en la literatura mexicana, cuyos máximos impulsores han sido, para él, Adolfo Castañón, Gabriel Zaid, Guillermo Sheridan, Christopher Domínguez y el ya finado José Luis Martínez. Una última reflexión de Yépez sobre el diletantismo al que me referí al principio: “Para los pazentristas, la Fenomenología del Espíritu de la literatura mexicana del siglo XX culmina en la Academia Sueca”. Yépez despide sus reflexiones recordándonos que los poderes político y económico sometieron (sin encontrar la menor resistencia, por lo demás) a Paz y su grupo llenándoles los bolsillos. La vieja estrategia con que esos mismos poderes habían sujetado a los caciques sindicales.
Ninguna síntesis haría justicia a esta reunión de ensayos, pero lo anterior puede orientar de manera suficiente al lector. Sólo queda lamentar que en algunos de los textos falte un cuidado de edición más escrupuloso. Como el libro merece reeditarse, espero que esto se pueda remediar muy pronto.

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