HABLEMOS DEL MAMBO

Leonardo Padura Fuentes

Fue en México, en los días iniciales de la década del 50 y mientras compartía el escenario con la orquesta del matancero Dámaso Pérez Prado, que un joven cantante llamado Bartolomé Maximiliano Moré —que recién entonces comenzaba a nombrarse, para siempre, “El Benny”— compuso e interpretó una pieza titulada “Locas por el Mambo”, en la que decía:

¿Quién inventó el mambo que me sofoca?
¿Quién inventó el mambo,
que a las mujeres las vuelve locas?
¿Quién inventó esa cosa loca?
¡Un chaparrito con cara de foca!

Por supuesto, el “chaparrito con cara de foca” no era otro que el maestro Pérez Prado, que ya se imponía en México, La Habana y Nueva York con el ritmo del mambo, y Benny, con la alegría de su canción inmortal, no se proponía hacer otra cosa que reconocer lo que para él era un hecho indiscutible, sin poder imaginar que, varios años después, aquella afirmación daría pie para una de las más agudas y, al parecer interminables polémicas de la historia de la música popular del siglo XX: ¿quién inventó el mambo?
Si bien durante mucho tiempo todo el mundo pensó como Benny y se aceptó que el ritmo del mambo era una creación del gran compositor Dámaso Pérez Prado, con los años las opiniones se han ido complejizando y hasta modificando y, entre músicos que se sintieron escamoteados de sus méritos personales y musicólogos que han decidido escarbar la cuestión, la paternidad del mambo ha entrado en disputa y hoy son al menos cuatro los nombres que se relacionan con el origen de este ritmo: el del gran sonero Arsenio Rodríguez; el del compositor y pianista Orestes López (arreglista de la famosa orquesta danzonera de Arcaño y sus Maravillas) y el de su hermano Israel, “Cachao”, bajista y también compositor; y lógicamente, el nombre del mismo Dámaso Pérez Prado.
Quizás el primer elemento que ha dado origen a todo este litigio de paternidades esté más en el terreno del lenguaje que en el de la música propiamente dicha. Porque ocurre que con la palabra “mambo” se han denominado lo que parecen ser varias formas musicales más o menos cercanas, y de ahí la confusión original a la hora de definir qué es el mambo, paso inicial necesario para llegar a saber quién lo inventó.
El nombre mambo entró definitivamente en los predios de la música popular cubana en el año 1935 cuando Orestes López compuso un danzón titulado, exactamente, “Mambo” y lo llevó a la orquesta de Antonio Arcaño, que comenzó a tocarlo al año siguiente. No obstante, la palabra ya existía en el léxico popular cubano y por eso los hermanos López la tomaron para nombrar uno de sus danzones y, además, para definir un nuevo estilo —mambear— que llegó a ser conocido como el “danzón de ritmo nuevo”, una modalidad danzonera que implicaba una variación fundamental en la estructura del danzón clásico, pues a éste se le agregaba una coda en la que se le daba mayor libertad a los músicos y se hacían largas improvisaciones sincopadas para el disfrute de los bailadores.
De este modo es evidente que el término “mambear” es anterior a 1935, pues con ese verbo los músicos definían cualquier tratamiento rítmico —también llamado “guajear” o “montuno”— que se caracterizara por elementos como tener libertad, inspiración, sabrosura, improvisación, polirritmia. Por otro lado, según Arsenio Rodríguez, el gran renovador del son en los años 30, uno de los padres fundadores de la salsa y conocedor de las tradiciones afrocubanas, mambo es una palabra de origen congo, usada en las fiestas de los africanos de esa cultura. A partir de esta definición, algunos expertos han asegurado que fue precisamente en el ritmo de tambores utilizados por estos negros que Arsenio se inspiró para hacer el primer “diablo” o mambo que se grabó en disco, y cuyo título fue “So, Caballo”.
No es raro, entonces, que una personalidad tan importante de la música del Caribe, como sin duda lo es el compositor boricua “Tite” Curet Alonso, no duda en afirmar que Arsenio es el inventor del mambo. Para ello Tite, al igual que otros musicólogos, se apoya en esos diablos que tocaba el conjunto de Arsenio, en los cuales había una notable capacidad de improvisación en la que se hacía una especie de contrapunteo, que el Ciego llamaba “masacote”, del cual —según estos defensores de la tesis “Arsenio”— se nutrió Pérez Prado para escribir sus primeros mambos.
Por ello comenta Helio Orovio que Arsenio “usó, desde sus números iniciales, una base rítmica de origen congo, que mezclada con pasajes instrumentales ejecutados por las trompetas, inspirados en figuraciones propias de los sones montunos tocados por los treseros orientales daban los elementos definidores del nuevo género”, o sea, el mambo.
Por último, debe tenerse en cuenta, como ha dicho el propio Pérez Prado que “Mambo es una palabra cubana. Se usaba cuando la gente quería decir cómo estaba la situación: si el mambo estaba duro era que la cosa iba mal. Me gustó la palabra. Pero musicalmente no quiere decir nada”.
A esta confusión de los orígenes lexicales y musicales del mambo y de la búsqueda de un progenitor único se pueden sumar criterios como los de Odilio Urfé cuando, tratando de poner cada cosa en su sitio, afirmó: “Una cosa es el guajeo sincopado que es lo que hacen la mayoría de las orquestas, como la de Arcaño; otra cosa es el diablo; y otra es el mambo”, y agrega: “La culminación del verdadero mambo es el ‘Manzanillo’ que ejecuta Joseíto Valdés con su orquesta Ideal”. Pero, como bien ha rastreado Radamés Giro en un documentado y esclarecedor artículo sobre este tema, varios años después el propio Urfé aseguraba: “Es el danzón ‘Se va el matancero’ (1949), de Israel López ‘Cachao’, contrabajista de la orquesta de Arcaño, el que consagró definitivamente el ‘ritmo del mambo’ como el final de los danzones”, por lo que es ahora Israel López y no su hermano Orestes, y mucho menos Joseíto Valdés, el creador del mambo... Y a todas éstas, ¿qué hacía Dámaso Pérez Prado?

Una corona para un rey
Dámaso Pérez Prado es, sin duda, una de las figuras universales de la música cubana y la fructífera carrera de este pianista, compositor y director de orquesta le ha dado un lugar de privilegio que nadie puede discutirle: el de Rey del Mambo.
Nacido en la ciudad de Matanzas el 11 de diciembre de 1916, se inició en la música como pianista de orquestas danzoneras —las charangas— hasta que en 1942 se traslada a La Habana y luego de pasar por varias agrupaciones, es solicitado por el notable conjunto Casino de la Playa, donde comienza a cobrar notoriedad como arreglista singular.
En La Habana de los años 40 a la que llega el matancero todo era búsqueda, experimentación, furia por el baile y la diversión, libertad creativa... siempre y cuando no se perjudicara el negocio. Por eso, si ninguna escuela podía resultar mejor para un hombre como Dámaso Pérez Prado, también la capital cubana podía ser una jaula de oro en la que su talento excepcional se viera limitado por patrones de gusto y venta, como en efecto ocurrió cuando la división latina de la disquera Peer prohíbe contratar arreglos de Dámaso por sus “extravagantes orquestaciones”. Es entonces que Pérez Prado sale de Cuba buscando ambientes propicios, como los que le ofreció la ciudad que entonces estaba “en la región más transparente del aire”: el DF mexicano.
Cuando Dámaso se establece en México, en 1949, el ritmo mambo ya existía, pues —como ha afirmado Radamés Giro— estando en la Casino de la Playa “las orquestaciones de Pérez Prado ya tomaban un nuevo derrotero: era el mambo que ya había cuajado en la mente del genial compositor matancero”. Entonces, si el mambo de Pérez Prado no es el de los danzoneros hermanos López ni es el “diablo” del sonero Arsenio Rodríguez, ¿qué fue lo que hizo Pérez Prado?
Arduas definiciones musicológicas aparte, lo que él hizo fue, en primer término, tomar del ambiente una palabra ya pegajosa y probada para dar nombre a su música; y, en segundo pero más importante lugar, realizar tan significativos cambios de sonoridad, de orquestación y de formato que dieran como resultado algo musicalmente “nuevo” a partir de elementos ya existentes: y esa mezcla singular es el ritmo del mambo, del que en una fecha tan temprana como 1951 comentó Gabriel García Márquez: “Cuando el serio y bien vestido compositor cubano Dámaso Pérez Prado descubrió la manera de ensartar todos los ruidos urbanos en un hilo de saxofón, se dio un golpe de estado contra la soberanía de todos los ritmos conocidos”. Pero, comentando el hecho que entonces era noticia, García Márquez se acercaba a la definición: a diferencia de los danzones “con mambo”, o los sones “con diablo” —que de algún modo influyeron en el compositor matancero, como también influyeron el jazz y el swing— el nuevo ritmo de Pérez Prado traía algo nuevo, vanguardista y renovador a la música cubana: una sonoridad diferente, que era expresión de una nueva circunstancia: la vida de la ciudad moderna.
Para alcanzar esta sonoridad distinta Pérez Prado debió trabajar arduamente en la melodía, la armonía y el ritmo a través de una sección de metales que se distinguía por el uso de saxofones —inexistentes en el son y el danzón y más propio de la jazz band—, mientras encargaba a la percusión cubana la base rítmica esencial. De este modo, todas las influencias y hallazgos anteriores pasaron por el fino tamiz de una concepción renovadora que alcanza su forma definitiva hacia 1951, cuando Dámaso graba su segundo álbum mexicano, Qué rico mambo, y vende más de 4 millones de copias, que de algún modo explican por qué son tantos los interesados en la paternidad del mambo.
Creo que la novedad del mambo quizás tuvo su mejor definición en la que, también en 1951, diera el erudito Alejo Carpentier al afirmar:

Creo [...] que el mambo presenta algunos rasgos muy dignos de ser tomados en consideración: 1. Es la primera vez que un género de música bailable se vale de procedimientos armónicos que eran, hasta hace poco, el monopolio de compositores calificados de ‘modernos’; 2. Hay mambos [...] de una invención extraordinaria, tanto desde el punto de vista instrumental como desde el punto de vista melódico; 3. Pérez Prado, como pianista de baile, tiene un raro sentido de la variación, rompiendo con esto el aburrido mecanismo de repeticiones y estribillos; 4. Todas las audacias de los ejecutantes norteamericanos del jazz han sido dejadas atrás por [...] el más extraordinario género de la música bailable de nuestro tiempo.

La discusión sobre la paternidad del mambo puede parecer, a estas alturas, un conflicto sin sentido organizado por ciertos puristas de los “orígenes” de las cosas. Sin embargo, fueron algunos de sus protagonistas musicales los que pusieron la leña en este fuego. Por ejemplo, el director de orquesta Antonio Arcaño fue, por mucho tiempo, el más encarnizado enemigo de la “paternidad” del mambo que se atribuía a Pérez Prado y dijo en una ocasión:

Pérez Prado se alejó completamente del verdadero mambo que creó López [Orestes], pero con lo que él salió a la calle, y lo que avala al principio, es la palabra mambo, que ya estaba hecha en Cuba. En 1940 el mambo se conocía ya en América Latina.

De lo que puede quedar claro que lo tomado por Dámaso es la palabra mambo y no el ritmo, aunque también se dice que el verdadero mambo lo creó López. Sin embargo, el propio Arcaño, luego de discutir los méritos del matancero, trató de sajar la disputa llegando a un pacto de caballeros en el que le entregaba a cada uno lo que a cada uno le pertenecía y admitió: “López fue el precursor y Pérez Prado el creador”.
Dámaso, por su parte, aprovechó la altura de su trono para desentenderse, en muchos casos, de la aguda controversia en cuanto al origen y creación del mambo. Quizás él mismo, que sabía de dónde había sacado “todo” lo que vertió en el mambo, sospechaba que su paternidad no era total, y prefirió moverse por ramas más anecdóticas en muchas de sus declaraciones, aunque siempre insistió en algo: él había hecho algo nuevo.

El destino universal del mambo
En la memoria visual de los cinéfilos hay una imagen que, como el final de Casablanca, la promesa de Scarlet O’Hara o las escaleras de Potemkin, pertenece a la galería de las inolvidables: es Anita Eckberg, en La Dulce Vida, moviendo caderas y nalgas ante nuestros ojos, al ritmo de “Patricia”, uno de los mambos de Pérez Prado.
Pero, antes de llegar al gran cine italiano, el mambo ya había conquistado el mundo y, como muchas veces, esa conquista debió comenzar por Nueva York, a donde llegó por primera vez Pérez Prado en 1952. A partir de entonces

[...] tal fue el arraigo de este género en Nueva York que en 1953 el pianista y orquestador cubano Joe Loco organizó una gira que abarcó las principales ciudades de los E.U. a la que denominó Mambo-USA, la que repitió en 1954 con un mayor número de músicos: Machito y sus Afrocubans, Tito Rodríguez, Damirón, Facundo Rivero, César Concepción.

Y agrega Radamés Giro:

No escaparon de la fiebre del mambo músicos norteamericanos como Charlie Parker, Perry Como, Rosemary Clonney, Les Brown, Stan Kenton, Woody Herman, Billy Taylor, Art Pepper, Sonny Rollins, Errol Gardner, Carl Tjader, Shroty Rogers, Howard Rumsey, Cont Basie, Dizzy Guillespie y otros.

Tal densidad de cultores permitió, incluso, lo que Strom Roberts calificó de escuela neoyorquina del mambo, donde se produce una aclimatación de la “música salvaje” y de “arranques caníbales” del matancero a un gusto mucho más mediatizado, en el que medraba la edulcorada concepción de los ritmos latinos de Xavier Cugat. No obstante, músicos como los dos Titos —Puente y Rodríguez— hicieron aportes tan significativos que Roberts asegura que: “Si Pérez Prado simboliza el impacto que el mambo tuvo en gran parte del público estadounidense, Tito Puente y Tito Rodríguez simbolizaron su logro de creatividad”.
Pero el mambo no sólo mantuvo su influencia en
la música de estos latinos sino que, al incidir sobre tantos músicos del Norte, hace aportes al jazz y, en reconocimiento de esta mutua influencia mambo-jazz quedan, entre muchos testimonios, el “Mambo a la Kenton” escrito por Armando Romeu pero editado en disco como propio de Pérez Prado, por lo que Stan responde con “Viva Prado”, en homenaje al matancero, a quien, por demás, Stan Kenton, igual que Guillepie y Artie Shaw, siempre estimó como el creador del mambo.
Dominado un público tan exigente y dado a los estereotipos, como sin duda lo es el norteamericano, el camino universal del polémico ritmo creado —¿creado?, dirán todavía algunos— por Pérez Prado tenía abierto los senderos de una conquista que los llevaría a Europa y hasta el lejano Japón, donde el cubano se convierte en un ídolo musical.
Por eso, sea obra de quien sea, lo cierto es que el ritmo inventado fue, junto al chachachá y al rock and roll la gran sorpresa musical de los años 50 y por eso su dominio alcanzó al mundo entero y el responsable de tal hazaña no fue otro que Dámaso Pérez Prado. El Rey del Mambo estableció así una monarquía, eterna y única, capaz de convertirlo en uno de los músicos populares más influyentes del siglo por haber sido el hombre que hizo decir “¡Uhhh!” al mundo entero, gracias a esa cosa loca llamada mambo.

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