UN 15 DE SEPTIEMBRE, DOSCIENTOS AÑOS DESPUÉS

Cecilia Lartundo

El 15 de septiembre me encaminé al desfile tratando de rescatar, de entre los escombros que vivimos a diario, un poco de esperanza, y acaso también un poco de patria. Y lo hice con mis hijos pues, pensé: “Se requiere que los niños aprendan, que se acerquen a nuestras celebraciones aun en estos tiempos de violencia y de desigualdad, de descrédito y de mentiras.” Y seguí pensando: “Creo que todavía podemos rescatar algo del país, a pesar de que se está deshaciendo entre las manos, pero que no son nuestras manos, sino la de quienes no saben, no quieren, no pueden…”
Nuestro recorrido se inició en el Castillo de Chapultepec, pensando que era necesario, primero, hurgar un poco en la historia. Pero al llegar al Castillo encontramos la mala noticia de que “como era el 15 de septiembre del Bicentenario se había cerrado antes” (ello en contra de nuestra consulta previa, en la que habíamos cotejado horarios). Así es que a las 3 de la tarde, con el ánimo listo, nos quedamos fuera. Y no éramos los únicos: la misma suerte corrieron unas familias que venían de Chicago, otras de Los Ángeles, otras más de entidades distantes del país. Y todas —comentamos ahí— con la misma idea de nosotros: dar a los hijos un poquito de historia, algo de lo que nos queda de patria. Pero de nada valieron nuestras peticiones, quejas y súplicas, pues los guardias tenían, claro, órdenes precisas: el museo de historia se encontraba cerrado ¡por el festejo del Bicentenario!
Tomando aire y queriendo mantener el ánimo, de camino hacia Paseo de la Reforma, le fui platicando a mis hijos cómo los mitos son un valioso recurso para crear y reproducir el sentido de identidad. Y mencioné los casos del Pípila, o de Rolando el Furioso —para el caso de Francia— o del Cid —para el caso de España. En el mito las naciones encuentran una manera sencilla y clara para integrar a grupos y personas con diferencias. Les señalé cómo de esa magnificada integración de imagen que viene de la historia, la narración oral y la leyenda, es posible unificar y elevar las mejores cualidades de las culturas y los pueblos.
Muy animados estaban los chicos con la plática, cuando al cruzar la glorieta del metro Chapultepec nos topamos con la suciedad absoluta: justo al lado de la Secretaría de Salud las alcantarillas de aguas negras rebosaban, dejando salir, a borbotones, liviados pestilentes que, unidos con la gasolina y los aceites quemados de los camiones urbanos ahí estacionados en barrera infranqueable para los transeúntes, eran el sostén insalubre para botellas y envases tirados. Poca historia se puede sostener ante esta realidad; muy poca esperanza cuando al lado de la institución rectora de salud en el país hay semejante foco de enfermedades en absoluto agravio.
Con todo, nos dimos a la tarea de saltar semejantes obstáculos y ofrecí un premio a quien no cayera en los múltiples pozos que, en la calle, eran disimulados, a manera de trampa mortal, por las aguas negras. “Mañas de una mamá” me dije, mañas para rodear la realidad y no salir lastimado en el intento; reto cotidiano de todos los mexicanos. Ya en Reforma y felicitando a mi hija por no haber caído en las cloacas, ella, de apenas 8 años de edad, dijo: “bueno mamá, nosotros con tenis y tomándolo a juego pudimos pasar sin ensuciarnos, pero ¿qué hacen las gentes que todos los días van a su trabajo, que llevan a sus hijos a la escuela y no tienen más remedio que pasar por aquí? ¿Qué hacen cuando para ellos no se trata de un juego?
Miramos el letrero de la Secretaría de Salud y nada dijimos. De poco valía que les hubiera platicado de cuando fue construida, de sus logros en la población mexicana en los años 30, 40, 50 y 60. De poco hubiera valido que les explicara su bellísima arquitectura, ejemplo mundial del art decó y del nacionalismo que fue, en esos años, el eje de un mejor México. Así, seguimos en silencio nuestro camino ya sobre el Paseo de la Reforma que, para entonces, empezaba a llenarse de familias.
Fue entonces cuando mi esposo empezó a describirles los desfiles que le tocó ver de chico. Los enormes carros alegóricos y los gigantescos cuadros de la historia mexicana. Les describió con lujo de detalle la fundación de Tenochtitlán, la dignidad y gallardía de los Caballeros Águila, los códices donde había quedado plasmada la sabiduría de los mexicas o de los mayas. Les habló de Nezahualcóyotl y su poesía; de la medicina prehispánica y su permanencia aun en la medicina actual, tomando como ejemplo las bondades de la planta digital, que ya los aztecas usaban para males cardiacos. Les habló sobre la Conquista, no desde la perspectiva de los vencedores o de los vencidos, sino como el nacimiento de una nueva cultura, cuando Cortés pide a Carlos V la autorización para hacer del mestizaje la simiente de una nueva nación. Les habló de la cultura novohispana, de Sor Juana Inés de la Cruz y de Juan Ruiz de Alarcón; de la fundación de la primera universidad del Nuevo Mundo, antecedente de nuestra Universidad Nacional Autónoma de México; les habló de las imprentas y los cronistas, de las publicaciones y las leyendas. Ya para este momento la expectativa de los chicos era enorme y esperaban con ansiedad que iniciara el desfile.
Continuamos la caminata por el Paseo de la Reforma plenos ya del entusiasmo patriótico que deseábamos vivir. Pero nos topamos otra vez con la cruda realidad: pelotones de policías a cada 100 metros que, con escudos y toletes, esperaban agrupados y en actitud envalentonada como si buscaran, con mirada agresiva e insolente, que algún ciudadano diera la más mínima oportunidad para ejercer el poder de la violencia institucional. La circunstancia era entonces significativamente contradictoria y contrastante: por un lado las familias o las parejas con las caras iluminadas por la alegría —algunas de ellas con
la cara pintada por nuestro símbolo tricolor— esperando la fiesta nacional, su fiesta; por el otro policías federales, auxiliares, los de la ciudad de México y hasta la policía bancaria que, encaramados en torretas de grúa con vidrios polarizados, tenían en la mira a todos en actitud amenazante. Con el ruido de fondo de helicópteros que daban vueltas sobre nuestras cabezas. En cerrado estado de sitio, entonces, para “nuestra tranquilidad”. Queríamos mirar hacia otro lado; queríamos, sin decirlo, borrar esa imagen de fuerza que poco tenía que ver con la seguridad y sí mucho con el control poblacional.
Al seguir avanzando hacia el Ángel de la Independencia, y como si hubiera sido una callada consigna, guardamos un minuto de silencio hasta que mi hijo, que espera ser aceptado en la escuela de medicina de la UNAM, nos señaló los puestos de auxilio que el gobierno de la Ciudad había instalado en cada uno de los cruces de Reforma: blancas y amplias tiendas de campaña luciendo el logo de la ciudad, con el Ángel como guardián, esta vez, de la integridad y salud de los paseantes. “Bueno”, me dije, “ahora sí que las autoridades se han puesto a trabajar en la atención del ciudadano: ¡enhorabuena!” y solicité permiso para entrar y enseñarles a mis hijos este acierto gubernamental. Pero, una vez adentro: la nada. No había tanque de oxígeno ni resucitadores para los casos de infarto. La única camilla —una tabla de plástico— estaba sostenida, a manera de cama, sobre cuatro paquetes de botellas de agua, listeza de los dos trabajadores de la salud que, sin recurso alguno, estaban al pie para dar la cara y su habilidad cuando la población lo requiriera. El botiquín carecía de lo más elemental, aun para alguna intoxicación y, lo que fue increíble, pero totalmente congruente con lo usual: no había ni luz eléctrica, ni lámpara alguna para iluminar el interior de la tienda y las emergencias que hubiera una vez que la luz del día se extinguiera. Lo que ocurrió en pocos minutos. De salida todos le expresamos al médico y a su asistente nuestro reconocimiento por su profesionalismo de trabajar aun con tales carencias, pero sobre todo los felicitamos por su absoluta valentía y solidaridad para con la población.
La música empezó y en las bocinas sonaban canciones mexicanas que, unos y otros, entonábamos entre el recuerdo y la nostalgia; la fiesta, después de todo, estaba empezando. Mi hija me preguntó dónde podíamos colocarnos para ver mejor. Desde luego la primera fila estaba ya “tomada” y busqué, como debía ser —y había sido siempre para los desfiles de mi niñez—, la ubicación de las tribunas. Pero otra vez no contaba con que este festejo era para muchos, pero no para todos. Porque quienes no estuvieran invitados al Zócalo o hubieran encontrado sitio en la primera fila de Reforma poco podrían ver. Pero le dije a mis hijos en un vano intento por no desilusionarlos: “no se preocupen, los carros alegóricos son altos y aún atrás podremos verlos; imagínense: yo los veían cuando era niña”.
Pero otra vez la realidad. Esa terca que aparece cuando uno se empeña en hacer castillos en el aire se dio paso con el inicio del desfile: sobre el pavimento de Reforma, las primeras estampas: no estaban sobre carros, no. Los cuadros anunciados y que ya se sucedían unos a otros marchaban a ras del arroyo de la calle, que es aún más bajo que ésta, haciendo que no pudiéramos ver absolutamente nada; sólo las molleras de los desfilantes; sólo algunos penachos que, en una interpretación ignorante, habían hecho de plumas de avestruz pintadas de blanco, verde y rojo, y que algunos llevaban sin el menor sentido ni garbo ¿Dónde estaba la gallardía de los Caballeros Tigre que yo les había descrito a mis hijos? ¿Dónde la magnificencia y sabiduría de los pueblos prehispánicos, cuando el mayor cuadro presentado y que reflejaba, según los organizadores, el esplendor antiguo, era la entrega de pescado fresco a Moctezuma por los tatemes? Personificación de indígenas con corte de pelo a lo conscripto envueltos en vestimenta parodiada. ¿Era eso lo que los costosos equipos de investigadores, escenógrafos y organizadores habían rescatado como lo más representativo de la historia prehispánica? ¿Era eso lo que festejaba el Bicentenario de la Independencia? La vergüenza me sacudió en una rabia sorda que me ahogaba queriendo abrirse paso y que, sin embargo, yo trataba de apaciguar por respeto a mis hijos, en esa búsqueda de lo nuestro que aun en la desolación procurada me sostenía.
Y en esa chata visión se sucedieron pequeños grupos de varias regiones: tres charros sobre sus caballos; seis alazanas; tres parejas de huastecos; cuatro viejitos que, al son de la música purépecha, bailaban tratando —inútilmente— de sacar sonido al pavimento; seis huicholes y ocho rarámuris. Todo ellos en una muestra que, en los acordes acompasados, eran lo más sobresaliente de nuestros antepasados indígenas. La realidad de “la muestra” era muy otra, más la imagen que en este país se da a la cultura indígena: pobreza y descuido, escasez y mal trato en la vida diaria; imagen del escaso y pobre aprecio por quienes, en su cultura autóctona, han sido almácigo y fuerza aún del descontento.
Luego vinieron los revolucionarios: marionetas diseñadas con andrajos que apenas cubrían el desgarramiento de músculos y venas; marionetas manejadas por voluntarios de buenas intenciones. Todo lo cual sólo dejaron un amargo y triste sabor de la parte histórica que nos dio la identidad como país mestizo, proyecto de nación sin igual que hoy se pierde.
A lo lejos por fin unos carros alegóricos. Todos nos animamos. ¿Cuáles cuadros de la historia del país nos presentarían en estas altas y rodantes plataformas? La respuesta llegó a nosotros en unos cuantos minutos: los de Televisa. Daniela Romo bailando con un traje de volantes lo que ella y sus manejadores supusieron pasos de Mambo, más a la manera andaluza que en una trasnochada imitación de Ninón Sevilla. Eugenia León, voz extraordinaria, esta vez reducida a las acrobacias de levantar la pierna en elevado spring y en repetidas ocasiones, en lo que el coordinador de este cuadro pretendió era la estilización telerisa de un baile de danzón. Y los aplausos se sucedieron, no por el lucimiento de las imágenes que en su ridiculez daban lástima, sino porque el pueblo mexicano en su generosidad quiere a sus artistas, a pesar de Televisa…
Una niña que se encontraba a mi lado exclamó: “Me gusta mucho el desfile, está muy padre, pero la verdad no me parece muy mexicano. Creo que salió de una película.” Mi hija, en solidaridad de la edad, remató: “sí, sólo que a estos actores no les pagaron porque fueron voluntarios. Hay que ver dónde se quedó el dinero de los festejos.” “Sí, hay que ver… dijo un ciego”, remató mi hijo.
Pero no todo fue negativo. Cuando estábamos a punto de dejar Reforma, el cuadro de La Muerte nos dio respiro: imágenes alternadas de carros, personas y luces que en festejo del 2 de noviembre lucía sin igual; catrinas del brazo de la muerte, la muerte reposando, la muerte que devora, la muerte que vomita. Juego de destrezas, habilidad y símbolo de un pueblo que en este cuadro, por primera vez en el desfile, se reconoció.
Las pantallas, que distaban mucho de ser gigantes, daban la secuencia de imágenes desde el Zócalo que a esas alturas de la noche estaba totalmente iluminado. Todo era espectacular como un colorido circo. Kukulcán luminoso y serpenteante que, en mágico baile, nos hizo recordar los maravillosos festejos de las Olimpiadas de China. Y, en el centro: un Coloso con los pies de barro, como si fuera la ejemplificación de lo hoy creado: chato coloso con la espada mocha que se desmorona; Coloso de ojos tristes que, a semejanza del campesino mexicano, se erigía en medio de la cultura del cemento sin azadón y sin futuro.
Y pudo evidenciarse entonces un Instituto Nacional de Antropología e Historia ausente y burlado, en una celebración que hizo de la estilización mortaja y aniquilación. Carritos camoteros a los que ni vendimia ni compra alegraban el paso. Y, como corolario, las campanas de la libertad cargadas como badajos de canasta entre dos bicicletas. Otra vez un gobierno —antes Moctezuma, hoy Calderón— que paga con oro los deslucidos espejitos que algunos vivales, organizadores de este evento, les pusieron como anzuelo de su enorme trivialidad.
Cuando regresamos a la casa estábamos cansados, pero con la motivación de seguir el festejo, no el de las autoridades, sino el nuestro, el de los mexicanos, el de los millones de mujeres y hombres que día a día construyen este país contra todo. Y cenamos en familia un delicioso pozole blanco para unirnos con la multitud en un Viva México vigoroso. Viva México a pesar de todo, de todos, a pesar de quienes en uso y abuso de nuestro mandato no han sabido hacer de este país lo que merece. Y la charla siguió, no en la voz de las televisoras sino en la de nuestros amigos, nuestra familia, en un recuento de narraciones y leyendas, de anécdotas y de conocimiento compartido que terminó de hacer de este grito colectivo un grito propio. De madrugada nos fuimos a dormir, no sin antes decir: “Mañana es 16 y esta vez sí que entraremos al Castillo
de Chapultepec. Mañana continuaremos nuestro festejo de la patria con la historia de nuestra patria”.


Septiembre 16
Llegamos temprano, esta vez los horarios recortados de los museos, para el festejo del Bicentenario, pues no nos iban a cancelar nuestra fiesta mexicana. Subir en el trenecito fue recordar la infancia, la algarabía era de todos. Una familia sentada frente a nosotros venía de Ciudad Juárez; el padre le enseñaba al hijo adolescente, en la maravillosa panorámica, la tercera sección del bosque: “mira ahí es donde está la montaña rusa…” dijo. “Y por qué no fuimos ahí primero papá”, preguntó el joven, “ah, porque primero es la historia y luego la diversión”, contestó el padre, guiñándonos un ojo a todos.
Ya en la taquilla nos sumamos todos, los del tren y los de a pie, hablando de lo que veríamos primero: “vamos al carruaje de Benito Juárez; no, mejor donde se tiró el Niño Héroe. Bueno, pero luego al pabellón de la bandera, me gusta mucho cómo hacen guardia los cadetes”, decían unos y otros en la algarabía colectiva del festejo.
De pronto, la familia que en la fila iba delante de nosotros se detuvo: el costo de cada boleto era de 51 pesos por persona. Sí, de 51 pesos por cada visitante, el salario mínimo por día, justo en la celebración del Bicentenario de la Independencia. Se disculparon con nosotros por dilatar la fila y, sin más, la madre dijo: “abuelo, llévate a los niños, ustedes pueden entrar sin pagar. Pedro, mis hermanas y yo los esperamos aquí afuera y no se preocupen, aquí también está bonito.” El abuelo quiso decir algo, pero la madre le interrumpió cariñosa: “por favor papá: llévatelos, que siquiera ellos puedan ver, que no se queden con las ganas.” Y, sin más, el abuelo, sabedor de las tristezas de este pueblo, entró con sus tres nietos menores de 12 años. Pero se llevaban consigo la certeza de que en este país la educación cuesta y de que: quien tiene pasa y quien no se queda fuera. Dicho de otra forma: los 667 millones de pesos que dijeron había costado la celebración no alcanzaron para dejar sin costo la entrada a los museos nacionales.
Y así terminaron los festejos. Familias desilusionadas, enfrentadas con la realidad que quisieran olvidar en su cotidiano vivir; mexicanos que al grito de “era” se refugian en el recuerdo de tiempos mejores. Una historia que en la memoria de la población rescata lo que los organizadores destrozaron en el desfile. Millones de pesos gastados en la mofa de un país, interpretación absurda que refleja el comercialismo entronizado en la conducción nacional. Un desfile donde a la tradición y a la cultura la cubrieron de artificios y de mal gusto, con corrupción y traición: esta vez de la historia, de las tradiciones y de las costumbres de una nación en la visión chata de quienes no conocen a México.
Pena propia y ajena en el Festejo del Bicentenario que, apenas a dos días de haber pasado, ya tiene la promesa del directivo de la Secretaría de Educación para ¡hacer lo mismo el próximo 20 de noviembre, en las celebraciones del centenario de la Revolución!

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