Ethelia Ruiz Medrano
¿Por qué omitir en la historia de la Nueva España a su población mayoritaria durante los tres siglos coloniales? Esta omisión se registra en los capítulos III, IV, V y VI de Gisela Von Wobeser (coordinadora), en el libro Historia de México, que acaba de aparecer bajo el sello editorial de Presidencia-Secretaría de Educación Pública-Fondo de Cultura Económica.
Repetimos: ¿por qué omitir a los indios en nuestra historia? Tal vez para que se difunda la imagen de un suave devenir donde México estaba llamado a ser una nación mestiza, occidental —cultural y biológicamente hablando—, a partir de que desembarcaron los primeros europeos en las costas del continente americano. Es la ruta imaginada de una suave asimilación sin dominación y, por ello, los capítulos dedicados a la colonia en este volumen omiten la existencia de un actor fundamental: el indio.
El capítulo III, escrito por el Dr. José María Muriá, se titula con el eufemismo de: “El encuentro de dos mundos”. Si bien habla de conquistadores, misioneros y villas que se fundan, sólo al final menciona la brutal despoblación indígena y, como de paso, señala que hubo “saqueo”, esclavización y demás tropelías contra la población originaria. Como si se tratara de travesuras de chicos mal portados y no del proceso de destrucción de una población calculada en millones.
El mismo tono “conciliador” lleva el artículo de Gisela Von Woebeser, quien subtitula su texto: “El surgimiento de un nuevo país”. La autora habla de una supuesta “hispanización” y calcula la población de la Nueva España en 12 millones, cifra que es incorrecta como se puede ver por los trabajos de Cook y Borah (ver cuadro). La autora menciona el impacto ecológico, tan de moda, y afirma que llegó una “avalancha de españoles” sin mencionar cifras y ponerlas en contexto. Al igual que en el capítulo anterior, la autora señala fundaciones, desarrollo económico y llegada de frailes, pero sin mencionar el sistema de encomienda que obligó a los pueblos indios a sostener a la nueva sociedad mediante un ilimitado saqueo de las riquezas y el trabajo de los indios. Las terribles cifras de despoblación del siglo XVI ya establecidas desde hace tiempo por Woodrow Borah arrojan una realidad que es imposible de ignorar.
La Nueva España, patrimonio de la Corona de Castilla
Los autores evitan utilizar la palabra colonia, aunque en los hechos eso es lo que era la Nueva España. En la palabra colonia se jugaban asuntos esenciales: su condición patrimonial ante la Corona, los privilegios derivados para sus vasallos y ciudades y la obligada protección a los naturales de América.
Recordemos en breve: debido a que la Corona de Castilla patrocinó inicialmente el llamado “descubrimiento” de América, las Indias Occidentales fueron políticamente incorporadas a dicha corona. Más aún: en 1493 el Papa Alejandro VI expidió una célebre bula en la que se asignaba por derecho divino el dominio temporal sobre América tanto a Castilla como a Portugal. Tal asignación se realizó con el compromiso de que los pobladores del nuevo continente fueran convertidos al cristianismo.
De hecho, el proceso de incorporación de las Indias al reino de Castilla atravesó por varias fases jurídicas entre los años de 1492-1493 y 1516. Por el derecho reconocido en las Partidas, América pertenecía desde 1492 a los reyes de Castilla y Aragón debido a que había sido “descubierta” como parte de una empresa de estos monarcas. Las bulas de 1493 otorgaban esas tierras a los soberanos sobre una base personal, estableciendo que a la muerte de los gobernantes su herencia debía pasar a los reyes de Castilla y León y no a los de Aragón. A la muerte de Fernando el Católico en 1516 las Indias fueron un patrimonio heredado a la princesa Juana la Loca y a su hijo Carlos V: América era un territorio que de manera inalienable pasaba al dominio de Castilla. Por ejemplo, el hecho de que los procuradores de algunas ciudades americanas consiguieran una serie de provisiones en los años de 1519, 1520 y 1523, que confirmaban esa inalienabilidad, sólo tenía como efecto la corroboración y ennoblecimiento del status de las ciudades: para una ciudad castellana ser “libre” significaba pertenecer al rey —ser parte del patrimonio real y no estar sujeta a ningún otro gobernante—, lo que era en la época un honor y una garantía de libertad.
La legitimidad del dominio
A lo largo del siglo XVI la Corona incorporó a la América como su patrimonio y a sus indígenas con el estatuto de vasallos. El dominio se revistió de legitimidad: el gran tema ideológico de la monarquía en ese siglo fue definir su papel de guardián del cristianismo universal, papel que la propia monarquía castellana se otorgó a sí misma. La tarea de notables teólogos y juristas fue establecer cuáles eran los principios éticos y políticos inherentes al dominio de la Corona, sus “justos títulos” criticados por ingleses y franceses. Así se desencadenó una fructífera corriente de pensamiento que buscó razones para sostener los derechos de la Corona sobre América, donde se enlazaron estos derechos con las obligaciones hacia la población nativa. El rey debía emitir una serie de órdenes específicas en que se garantizara su conversión y el buen tratamiento a los naturales. Reconociendo y aprovechando esta forma de legitimidad, al interior de los reinos de Castilla hubo voces que cuestionaron los títulos del rey a raíz de la devastación de la población nativa a manos de los españoles. El mayor representante de esta corriente fue fray Bartolomé de las Casas, figura fundamental que no merece una mención en los capítulos comentados.
A partir de 1514 y hasta su muerte en 1566, fray Bartolomé de las Casas luchó infatigablemente porque la corona garantizara la supervivencia física y política de los indios de América, y planteó el asunto vital de la restitución de sus tierras y señoríos. Procuró mostrar que el rey debía salvaguardar a la población indígena, ya que su misión era la de convertirlos a la fe católica y no permitir que nadie se apropiara de territorios y personas. Gracias a su notable trabajo político en la corte, Las Casas logró en 1542 que se promulgaran las leyes nuevas, un corpus que ponía límite a la encomienda y garantizaba la protección de los naturales. Como procurador de los indios incluso intentaría impedir la política tributaria del rey Felipe II en 1565. Fue él quien en ese tiempo apoyó el intento de los kurakas (caciques) andinos por comprar los derechos de la encomienda a Felipe II. La idea que Las Casas desarrolla con fuerza en esos años fue la de la restitución: devolver a los nobles indios sus tierras y señoríos, como una forma de evitar que el rey perdiera legitimidad de su señoría sobre las Indias y se condenara a sufrir grandes penas en el otro mundo.
La legitimidad de la Corona en este contexto permitió que los indios gozaran de una relativa protección “oficial” por su parte, y ello implicó el respeto a sus usos y costumbres, naturalmente siempre y cuando no fueran idolátricos ni amenazaran la jurisdicción real. Así, este plano también implicó que los servidores reales de mayor estatus, los miembros de la audiencia y el propio virrey, fueran en esta época gente cuidadosamente elegida, con una ideología acorde al tema de la protección de los indios. El contexto colonial de los siglos XVII y XVIII abonó a que los indios fuesen vasallos protegidos. Toda esta discusión es completamente obviada por los autores reseñados, lo que impide comprender a cabalidad lo que significó la sujeción de los territorios americanos por parte de la metrópoli.
La rentabilidad del dominio
Pero el dominio no sólo requería ser legítimo, también debía ser rentable. Esta doble dimensión de la Corona es ignorada por los autores del capítulo III y IV. En sus ensayos, el control se vuelve asimilación y se impone la idea de un paulatino mestizaje, fenómeno que no sólo es irreal sino imposible dado el escaso número de europeos que llegaron a la Nueva España. En el capítulo V, titulado “El Virreinato de Nueva España en el siglo XVII”, Jorge Alberto Manrique retoma ese tono de suave asimilación. El autor se centra principalmente en una historia cultural, sin entrar a los grandes problemas sociales y políticos de la época.
Pero recordemos que epidemias, trabajos forzados y el inicio del programa de congregación tenían devastados entonces a los pueblos indios. A mediados del siglo XVII la población indígena había llegado a su punto demográfico más bajo. En esa época había aproximadamente una población de 150 mil blancos en el territorio colonial, 130 mil negros y mulatos, no menos de 150 mil mestizos y entre 300 mil o 400 mil indígenas. Sólo hasta el año de 1671 las autoridades coloniales observaron, a través de las listas de tributarios, una lenta recuperación de la población indígena.
A pesar de ese desplome el trabajo en las unidades productivas coloniales dependía enteramente de la fuerza de trabajo indígena. En 1610 la mayor parte de los trabajadores en las minas eran indios. Asimismo, las zonas de alta producción agrícola, como eran las regiones de Tlaxcala, Tecamachalco, Atlixco, Toluca y el Bajío, dependían del trabajo indígena. En esa misma época el trabajo en obra pública de los centros urbanos como la ciudad de México también era soportado por los indios. Una de las quejas recurrentes por parte de los colonos blancos en el siglo XVII fue la falta de indios para el trabajo y el aumento de los vagos debido al crecimiento de la población mestiza y mulata.
Además, la Corona y los encomenderos expropiaban parte de sus excedentes a los pueblos a través del tributo. Durante los primeros años de la conquista el tributo impuesto a los indios por los españoles descansó en la organización social sobreviviente de la etapa prehispánica, aunque esta situación cambió rápidamente. Muy pronto las autoridades españolas cambiaron el concepto de tributo manejado por los indios: a finales del siglo XVI la tendencia era la de individualizar el pago del tributo e imponer su pago en moneda y no en especie. Sin duda las políticas tributarias de los españoles también tomaron en cuenta los efectos de las epidemias. En los momentos de mayor despoblación, como fue durante el año de 1577, las autoridades españolas trataron de evitar que los indios abandonaran los cultivos y permutaron el tributo de dinero a especie, especialmente de maíz y trigo. A principios del siglo XVII, un tributario indígena promedio en el valle de México debía pagar ocho reales [un peso] y media fanega de maíz al encomendero o al corregidor, un real por Fábrica y Ministros y cuatro reales por Servicio Real. También contribuía al tesoro de su comunidad sobre la base de diez varas de tierra agrícola. Nada de esto es mencionado en los capítulos que comento.
Otros gastos extraordinarios impuestos a los pueblos ocurrieron en el siglo XVIII. El primero en 1770, cuando se ordenó que hubiera maestros en los pueblos y que sus salarios fuesen pagados con dinero de la comunidad. El segundo impuesto se dio en 1786, cuando se ordenó que el dos por ciento del ingreso anual de la caja de comunidad de los pueblos fuese asignado como parte del salario de los intendentes. Además de estos impuestos no se debe olvidar que los pueblos sostenían económicamente a los curas de sus parroquias. Este injusto ritmo de obligaciones hacía que muchos pueblos se retrasaran en los pagos y acumularan grandes deudas. En el siglo XVIII los atrasos en los tributos de la colonia equivalían a un millón y medio de pesos. A partir de 1790 las ideas emancipadoras permitieron que se diera una campaña para abolir el tributo indígena, aunque todavía en 1809 se encarcelaba a los gobernadores indígenas por el atraso en el pago de tributos. En 1810, como consecuencia del movimiento de independencia, el Consejo de Regencia decretó la abolición del pago de tributos.
Por otra parte, no se debe olvidar —como hacen los autores de estos capítulos aquí reseñados— que los pueblos tuvieron la obligación de servir a los españoles de manera obligatoria en sus empresas a través del repartimiento. Aunque en 1632 se prohibió formalmente el repartimiento, con excepción del de las minas, esto tendría efecto a partir del 1 de enero de 1633. De entonces hasta finales del periodo colonial el trabajo indígena fue asalariado.
Debo recordar que con el afán de lograr un mayor control de la mano de obra y las tierras de la población nativa, su forma de vida tradicional era combatida por parte de los empresarios criollos y españoles. Los hacendados de Tlaxcala pugnaron, por ejemplo, porque se aboliera el sistema de corregimiento y que en lugar de éste se establecieran cabildos españoles para que se hicieran cargo del gobierno local de los pueblos indios.
Los problemas generados por tan difícil contexto orillaron a los indios a sufrir altos niveles de alcoholismo, y provocaron la ruptura de su tejido social. Fue en el siglo XVII cuando los españoles observaron el fenómeno de la delincuencia entre los indios, especialmente en los centros urbanos. En el nivel jurídico, los indios tuvieron un estatuto de miserables (recién convertidos a la religión), pero paulatinamente se asoció, a partir de finales del siglo XVI, con el de ser una población caracterizada por “su imbecilidad, rusticidad, pobreza, y pusilanimidad”. Ya en el siglo XVII había una negativa connotación social, que llevaba implícito que sólo a través del trabajo (voluntario u obligatorio) los indios y pobres podían redimirse.
Este también fue un fenómeno asociado a la fuerte movilidad indígena que se dio en esta época hacia la periferia de las ciudades, a donde acudían los indios atraídos por una posibilidad de obtener mayores ingresos y también huyendo de los mandones (autoridades nativas que organizaban el trabajo) y de las autoridades de sus pueblos. Más aún, la huída de los indios en muchas ocasiones se debía a los tributos excesivos que los pueblos debían pagar a las autoridades coloniales o a un encomendero. En este contexto global tan poco afortunado para los pueblos ocurrió que las autoridades novohispanas del siglo XVII, aquellas que estaban encargadas de regular el orden institucional y proteger a los indios, fueron elegidas con un menor cuidado por parte de la Corona, especialmente en relación con las que habían sido nombradas durante el siglo XVI. De hecho, el rey inició la costumbre de vender los oficios más importantes al mejor postor, independientemente de su capacidad para acceder a un puesto político. Así se puede decir que a partir del siglo XVII hubo una enorme corrupción en la administración. Nada de ellos es mencionado por los autores.
Por otra parte, el tono de que hubo un “desarrollo” continúa en el capítulo VI, a cargo de Don Ernesto de la Torre Villar. En estos capítulos no se mencionan las terribles congregaciones de indios, las composiciones de tierras y todo el sistema colonial en pleno impulso desde la metrópoli. A mi juicio, a fines del siglo XVIII los pueblos indios seguían en un difícil contexto. Sin duda había distintos problemas que hacían particularmente compleja su relación con el poder colonial. En esta época se dio un claro empuje al desarrollo de la agricultura mercantil en manos de los españoles y criollos que, junto con el aumento demográfico indígena, generaba una fuerte presión sobre las tierras de los pueblos. Asimismo, las reformas borbónicas impulsadas a partir de 1765 obligaban, entre otras cosas, a un saneamiento de las finanzas de los pueblos indios, lo que se pretendía lograr arrendando sus tierras “sobrantes” o no ocupadas. Al final esta política sólo benefició a los hacendados, mineros y comerciantes y no a las comunidades indígenas. Con las reformas borbónicas se crearon las intendencias como unidades administrativas (1786), de las que dependían también las comunidades indígenas. Los subdelegados de las intendencias se involucraron directamente en la regulación financiera de los pueblos, lo que significó una mayor participación por parte de la autoridad española en los asuntos de gobierno indígena y una pérdida por parte de las autoridades indias de algunos de sus recursos políticos locales.
Los motivos populares para irse a la guerra
El movimiento de independencia de México surgido a partir de 1810 tiene como antecedente los diversos levantamientos que se dieron en los pueblos a fines del
siglo XVIII. Fue un periodo de gran descontento de la población rural que detona el movimiento de independencia, y que se debió en parte a un aumento de la población indígena —lo que incrementó la demanda por tierras— así como a la aplicación de políticas “modernizadoras” que amenazaron la supervivencia de las comunidades. Otro factor relevante fue el incremento de la comercialización agrícola que benefició a los grandes productores. Muchos de estos cambios fueron impulsados sin duda desde la época de las Reformas Borbónicas.
Aunado a lo anterior, la agricultura novohispana entró en crisis en el periodo de 1808 a 1811, lo que trajo hambruna a la población que, desesperada, se unió al levantamiento de 1810. En opinión de Eric Van Young, las situaciones
que detonaron el descontento en alrededor de 150 pueblos
a fines del siglo XVIII y durante la primera década del siglo XIX se centraron en reclamos por el aumento de tributos, problemas de tierras y dificultades al interior del gobierno indio. Asimismo, la mayor parte de las revueltas indígenas estaban lideradas por sus propias autoridades, generalmente los gobernadores de los pueblos, quienes solían iniciar la protesta enfrentándose a algún funcionario español por cuestiones de poder y reconocimiento de su autoridad. Es en este contexto general que ocurrieron los primeros levantamientos por la independencia de México entre 1810 y 1820.
Eric Van Young señala que la guerra de independencia no tuvo como actores principales a los mestizos, como suele afirmarse; en realidad, en este movimiento participaron centenares de miles de indios, lo que es natural ya que era la población mayoritaria. Del total de población que había en Nueva España en 1810, aproximadamente 60 por ciento eran indios, 20 por ciento eran españoles y otro 20 por ciento eran negros y castas. De hecho, a lo largo del siglo XIX la población indígena fue mayoritaria: en 1857 representaban 50 por ciento del total de población y en 1876 aproximadamente 43 por ciento.
En opinión de Eric Van Young, en este sector de la población se dio también un prolongado proceso de resistencia cultural en contra de las fuerzas que impulsaban algunos de los cambios ya señalados. Esta resistencia cultural tuvo como elementos importantes la identidad étnica, el sentido de pertenencia a la comunidad, la sensibilidad religiosa indígena así como “un cierto estilo de pensamiento político propio”.
Durante los años de la guerra de independencia varios pueblos indios manifestaron una ideología mesiánica y leal a la figura del monarca hispano. Era común que los indios insurgentes expresaran su deseo de cambio mediante el clamor de “Viva el rey y muera el mal gobierno”. Sin duda había un sentimiento en contra de los españoles —representados por las autoridades coloniales y la oligarquía local— y una adhesión leal al rey y a la virgen de Guadalupe, aunque esta última, cabe recordar, había gozado de una reducida influencia en la fe indígena a lo largo de la época colonial. William B. Taylor ha mostrado que la relación que los pueblos establecieron entre la virgen, la justicia y un sentimiento nacionalista se originó durante la guerra de independencia, sentimiento que posteriormente se fue acrecentando.
La apropiación indígena del nuevo orden liberal
Por otra parte, los autores reseñados olvidan completamente que la legislación liberal permitió generar esperanzas a los pueblos indios de lograr un mayor bienestar para ellos y sus comunidades. En 1812 se aplicó la Constitución Liberal de Cádiz, que sentó la base de la organización del futuro estado nacional en México. Con ella se creó la división administrativa del Estado en diputaciones provinciales, la organización del poder municipal y la igualdad de derechos entre americanos, españoles e indios (por ejemplo la abolición del tributo, la encomienda y de los servicios personales). A través de esta Constitución se ordenó la creación de ayuntamientos en las poblaciones que contaran con mil habitantes y se ordenó que —al igual que en el cabildo colonial— las autoridades fueran elegidas por votación. Esta situación jugó a favor de las comunidades indígenas ya que los indios estaban familiarizados con las elecciones (a diferencia de los otros grupos sociales) y hubo amplia participación de los mismos entre 1820 y 1830. Sin embargo, en la época colonial las reglas para la elección de cargos para el cabildo indígena variaban según las costumbres locales. Ello cambió en la etapa posindependiente, al señalarse que para elegir los cargos municipales sólo podían participar los varones mayores de 25 años, además de que el voto era indirecto.
Debo recordar que al interior de las comunidades indígenas se identificó la idea de ciudadanía con el pago de impuestos y el derecho a votar por los oficiales municipales, quienes a su vez controlaban los recursos. De hecho, las ceremonias utilizadas para elegir a los oficiales de ayuntamiento en esta época eran muy similares a las acostumbradas en la época colonial con los cabildos indios, ya que, como señala Peter Guardino, ambos tenían un origen común en la práctica municipal española.
Por encima de los ayuntamientos estaban las diputaciones provinciales. Aquí la aplicación de la justicia quedaba fuera de la esfera de los ayuntamientos y dependía de los subdelegados, aunque supuestamente la figura del subdelegado quedaba anulada con la creación de diputaciones provinciales en Nueva España. No obstante, los subdelegados “subsistieron como jueces de primera instancia, y como encargados de los asuntos de guerra”.
Como se puede observar, en general esta legislación generó entusiasmo entre numerosos pueblos indios, ya que les permitía una autonomía basada en su personalidad jurídica como ciudadanos, así como tener, desde esta trinchera, una continuada participación política. Aunque este entusiasmo no era compartido por las autoridades coloniales y las oligarquías blanca locales, especialmente los subdelegados percibían a los ayuntamientos indígenas como unidades políticas que establecían límites en su jurisdicción.
Olvidar a la mayoría
Sin todo este contexto, el libro aquí comentado se limita a reseñar frases tan alejadas de la realidad como:
El calendario litúrgico determinaba el curso de la vida cotidiana: los domingos y días festivos se asistía a misa, se participaba en procesiones religiosas y en los festejos en honor a los santos, a la Virgen y a Jesucristo. Los acontecimientos más importantes de las familias eran los bautizos, las bodas y las defunciones […] la mayoría de los indígenas permaneció en el ámbito rural. Como vasallos del rey, se les concedió el derecho de conservar sus altepetl o aldeas [sic, ciudades, pueblos], así como las tierras que explotaban desde la época prehispánica […]
Con ese bucólico e irreal cuadro uno no puede dejar de preguntarse ¿de quién es la historia que los autores abordaron? ¿De qué territorio imaginado surgen sus descripciones?
¿Por qué omitir en la historia de la Nueva España a su población mayoritaria durante los tres siglos coloniales? Esta omisión se registra en los capítulos III, IV, V y VI de Gisela Von Wobeser (coordinadora), en el libro Historia de México, que acaba de aparecer bajo el sello editorial de Presidencia-Secretaría de Educación Pública-Fondo de Cultura Económica.
Repetimos: ¿por qué omitir a los indios en nuestra historia? Tal vez para que se difunda la imagen de un suave devenir donde México estaba llamado a ser una nación mestiza, occidental —cultural y biológicamente hablando—, a partir de que desembarcaron los primeros europeos en las costas del continente americano. Es la ruta imaginada de una suave asimilación sin dominación y, por ello, los capítulos dedicados a la colonia en este volumen omiten la existencia de un actor fundamental: el indio.
El capítulo III, escrito por el Dr. José María Muriá, se titula con el eufemismo de: “El encuentro de dos mundos”. Si bien habla de conquistadores, misioneros y villas que se fundan, sólo al final menciona la brutal despoblación indígena y, como de paso, señala que hubo “saqueo”, esclavización y demás tropelías contra la población originaria. Como si se tratara de travesuras de chicos mal portados y no del proceso de destrucción de una población calculada en millones.
El mismo tono “conciliador” lleva el artículo de Gisela Von Woebeser, quien subtitula su texto: “El surgimiento de un nuevo país”. La autora habla de una supuesta “hispanización” y calcula la población de la Nueva España en 12 millones, cifra que es incorrecta como se puede ver por los trabajos de Cook y Borah (ver cuadro). La autora menciona el impacto ecológico, tan de moda, y afirma que llegó una “avalancha de españoles” sin mencionar cifras y ponerlas en contexto. Al igual que en el capítulo anterior, la autora señala fundaciones, desarrollo económico y llegada de frailes, pero sin mencionar el sistema de encomienda que obligó a los pueblos indios a sostener a la nueva sociedad mediante un ilimitado saqueo de las riquezas y el trabajo de los indios. Las terribles cifras de despoblación del siglo XVI ya establecidas desde hace tiempo por Woodrow Borah arrojan una realidad que es imposible de ignorar.
La Nueva España, patrimonio de la Corona de Castilla
Los autores evitan utilizar la palabra colonia, aunque en los hechos eso es lo que era la Nueva España. En la palabra colonia se jugaban asuntos esenciales: su condición patrimonial ante la Corona, los privilegios derivados para sus vasallos y ciudades y la obligada protección a los naturales de América.
Recordemos en breve: debido a que la Corona de Castilla patrocinó inicialmente el llamado “descubrimiento” de América, las Indias Occidentales fueron políticamente incorporadas a dicha corona. Más aún: en 1493 el Papa Alejandro VI expidió una célebre bula en la que se asignaba por derecho divino el dominio temporal sobre América tanto a Castilla como a Portugal. Tal asignación se realizó con el compromiso de que los pobladores del nuevo continente fueran convertidos al cristianismo.
De hecho, el proceso de incorporación de las Indias al reino de Castilla atravesó por varias fases jurídicas entre los años de 1492-1493 y 1516. Por el derecho reconocido en las Partidas, América pertenecía desde 1492 a los reyes de Castilla y Aragón debido a que había sido “descubierta” como parte de una empresa de estos monarcas. Las bulas de 1493 otorgaban esas tierras a los soberanos sobre una base personal, estableciendo que a la muerte de los gobernantes su herencia debía pasar a los reyes de Castilla y León y no a los de Aragón. A la muerte de Fernando el Católico en 1516 las Indias fueron un patrimonio heredado a la princesa Juana la Loca y a su hijo Carlos V: América era un territorio que de manera inalienable pasaba al dominio de Castilla. Por ejemplo, el hecho de que los procuradores de algunas ciudades americanas consiguieran una serie de provisiones en los años de 1519, 1520 y 1523, que confirmaban esa inalienabilidad, sólo tenía como efecto la corroboración y ennoblecimiento del status de las ciudades: para una ciudad castellana ser “libre” significaba pertenecer al rey —ser parte del patrimonio real y no estar sujeta a ningún otro gobernante—, lo que era en la época un honor y una garantía de libertad.
La legitimidad del dominio
A lo largo del siglo XVI la Corona incorporó a la América como su patrimonio y a sus indígenas con el estatuto de vasallos. El dominio se revistió de legitimidad: el gran tema ideológico de la monarquía en ese siglo fue definir su papel de guardián del cristianismo universal, papel que la propia monarquía castellana se otorgó a sí misma. La tarea de notables teólogos y juristas fue establecer cuáles eran los principios éticos y políticos inherentes al dominio de la Corona, sus “justos títulos” criticados por ingleses y franceses. Así se desencadenó una fructífera corriente de pensamiento que buscó razones para sostener los derechos de la Corona sobre América, donde se enlazaron estos derechos con las obligaciones hacia la población nativa. El rey debía emitir una serie de órdenes específicas en que se garantizara su conversión y el buen tratamiento a los naturales. Reconociendo y aprovechando esta forma de legitimidad, al interior de los reinos de Castilla hubo voces que cuestionaron los títulos del rey a raíz de la devastación de la población nativa a manos de los españoles. El mayor representante de esta corriente fue fray Bartolomé de las Casas, figura fundamental que no merece una mención en los capítulos comentados.
A partir de 1514 y hasta su muerte en 1566, fray Bartolomé de las Casas luchó infatigablemente porque la corona garantizara la supervivencia física y política de los indios de América, y planteó el asunto vital de la restitución de sus tierras y señoríos. Procuró mostrar que el rey debía salvaguardar a la población indígena, ya que su misión era la de convertirlos a la fe católica y no permitir que nadie se apropiara de territorios y personas. Gracias a su notable trabajo político en la corte, Las Casas logró en 1542 que se promulgaran las leyes nuevas, un corpus que ponía límite a la encomienda y garantizaba la protección de los naturales. Como procurador de los indios incluso intentaría impedir la política tributaria del rey Felipe II en 1565. Fue él quien en ese tiempo apoyó el intento de los kurakas (caciques) andinos por comprar los derechos de la encomienda a Felipe II. La idea que Las Casas desarrolla con fuerza en esos años fue la de la restitución: devolver a los nobles indios sus tierras y señoríos, como una forma de evitar que el rey perdiera legitimidad de su señoría sobre las Indias y se condenara a sufrir grandes penas en el otro mundo.
La legitimidad de la Corona en este contexto permitió que los indios gozaran de una relativa protección “oficial” por su parte, y ello implicó el respeto a sus usos y costumbres, naturalmente siempre y cuando no fueran idolátricos ni amenazaran la jurisdicción real. Así, este plano también implicó que los servidores reales de mayor estatus, los miembros de la audiencia y el propio virrey, fueran en esta época gente cuidadosamente elegida, con una ideología acorde al tema de la protección de los indios. El contexto colonial de los siglos XVII y XVIII abonó a que los indios fuesen vasallos protegidos. Toda esta discusión es completamente obviada por los autores reseñados, lo que impide comprender a cabalidad lo que significó la sujeción de los territorios americanos por parte de la metrópoli.
La rentabilidad del dominio
Pero el dominio no sólo requería ser legítimo, también debía ser rentable. Esta doble dimensión de la Corona es ignorada por los autores del capítulo III y IV. En sus ensayos, el control se vuelve asimilación y se impone la idea de un paulatino mestizaje, fenómeno que no sólo es irreal sino imposible dado el escaso número de europeos que llegaron a la Nueva España. En el capítulo V, titulado “El Virreinato de Nueva España en el siglo XVII”, Jorge Alberto Manrique retoma ese tono de suave asimilación. El autor se centra principalmente en una historia cultural, sin entrar a los grandes problemas sociales y políticos de la época.
Pero recordemos que epidemias, trabajos forzados y el inicio del programa de congregación tenían devastados entonces a los pueblos indios. A mediados del siglo XVII la población indígena había llegado a su punto demográfico más bajo. En esa época había aproximadamente una población de 150 mil blancos en el territorio colonial, 130 mil negros y mulatos, no menos de 150 mil mestizos y entre 300 mil o 400 mil indígenas. Sólo hasta el año de 1671 las autoridades coloniales observaron, a través de las listas de tributarios, una lenta recuperación de la población indígena.
A pesar de ese desplome el trabajo en las unidades productivas coloniales dependía enteramente de la fuerza de trabajo indígena. En 1610 la mayor parte de los trabajadores en las minas eran indios. Asimismo, las zonas de alta producción agrícola, como eran las regiones de Tlaxcala, Tecamachalco, Atlixco, Toluca y el Bajío, dependían del trabajo indígena. En esa misma época el trabajo en obra pública de los centros urbanos como la ciudad de México también era soportado por los indios. Una de las quejas recurrentes por parte de los colonos blancos en el siglo XVII fue la falta de indios para el trabajo y el aumento de los vagos debido al crecimiento de la población mestiza y mulata.
Además, la Corona y los encomenderos expropiaban parte de sus excedentes a los pueblos a través del tributo. Durante los primeros años de la conquista el tributo impuesto a los indios por los españoles descansó en la organización social sobreviviente de la etapa prehispánica, aunque esta situación cambió rápidamente. Muy pronto las autoridades españolas cambiaron el concepto de tributo manejado por los indios: a finales del siglo XVI la tendencia era la de individualizar el pago del tributo e imponer su pago en moneda y no en especie. Sin duda las políticas tributarias de los españoles también tomaron en cuenta los efectos de las epidemias. En los momentos de mayor despoblación, como fue durante el año de 1577, las autoridades españolas trataron de evitar que los indios abandonaran los cultivos y permutaron el tributo de dinero a especie, especialmente de maíz y trigo. A principios del siglo XVII, un tributario indígena promedio en el valle de México debía pagar ocho reales [un peso] y media fanega de maíz al encomendero o al corregidor, un real por Fábrica y Ministros y cuatro reales por Servicio Real. También contribuía al tesoro de su comunidad sobre la base de diez varas de tierra agrícola. Nada de esto es mencionado en los capítulos que comento.
Otros gastos extraordinarios impuestos a los pueblos ocurrieron en el siglo XVIII. El primero en 1770, cuando se ordenó que hubiera maestros en los pueblos y que sus salarios fuesen pagados con dinero de la comunidad. El segundo impuesto se dio en 1786, cuando se ordenó que el dos por ciento del ingreso anual de la caja de comunidad de los pueblos fuese asignado como parte del salario de los intendentes. Además de estos impuestos no se debe olvidar que los pueblos sostenían económicamente a los curas de sus parroquias. Este injusto ritmo de obligaciones hacía que muchos pueblos se retrasaran en los pagos y acumularan grandes deudas. En el siglo XVIII los atrasos en los tributos de la colonia equivalían a un millón y medio de pesos. A partir de 1790 las ideas emancipadoras permitieron que se diera una campaña para abolir el tributo indígena, aunque todavía en 1809 se encarcelaba a los gobernadores indígenas por el atraso en el pago de tributos. En 1810, como consecuencia del movimiento de independencia, el Consejo de Regencia decretó la abolición del pago de tributos.
Por otra parte, no se debe olvidar —como hacen los autores de estos capítulos aquí reseñados— que los pueblos tuvieron la obligación de servir a los españoles de manera obligatoria en sus empresas a través del repartimiento. Aunque en 1632 se prohibió formalmente el repartimiento, con excepción del de las minas, esto tendría efecto a partir del 1 de enero de 1633. De entonces hasta finales del periodo colonial el trabajo indígena fue asalariado.
Debo recordar que con el afán de lograr un mayor control de la mano de obra y las tierras de la población nativa, su forma de vida tradicional era combatida por parte de los empresarios criollos y españoles. Los hacendados de Tlaxcala pugnaron, por ejemplo, porque se aboliera el sistema de corregimiento y que en lugar de éste se establecieran cabildos españoles para que se hicieran cargo del gobierno local de los pueblos indios.
Los problemas generados por tan difícil contexto orillaron a los indios a sufrir altos niveles de alcoholismo, y provocaron la ruptura de su tejido social. Fue en el siglo XVII cuando los españoles observaron el fenómeno de la delincuencia entre los indios, especialmente en los centros urbanos. En el nivel jurídico, los indios tuvieron un estatuto de miserables (recién convertidos a la religión), pero paulatinamente se asoció, a partir de finales del siglo XVI, con el de ser una población caracterizada por “su imbecilidad, rusticidad, pobreza, y pusilanimidad”. Ya en el siglo XVII había una negativa connotación social, que llevaba implícito que sólo a través del trabajo (voluntario u obligatorio) los indios y pobres podían redimirse.
Este también fue un fenómeno asociado a la fuerte movilidad indígena que se dio en esta época hacia la periferia de las ciudades, a donde acudían los indios atraídos por una posibilidad de obtener mayores ingresos y también huyendo de los mandones (autoridades nativas que organizaban el trabajo) y de las autoridades de sus pueblos. Más aún, la huída de los indios en muchas ocasiones se debía a los tributos excesivos que los pueblos debían pagar a las autoridades coloniales o a un encomendero. En este contexto global tan poco afortunado para los pueblos ocurrió que las autoridades novohispanas del siglo XVII, aquellas que estaban encargadas de regular el orden institucional y proteger a los indios, fueron elegidas con un menor cuidado por parte de la Corona, especialmente en relación con las que habían sido nombradas durante el siglo XVI. De hecho, el rey inició la costumbre de vender los oficios más importantes al mejor postor, independientemente de su capacidad para acceder a un puesto político. Así se puede decir que a partir del siglo XVII hubo una enorme corrupción en la administración. Nada de ellos es mencionado por los autores.
Por otra parte, el tono de que hubo un “desarrollo” continúa en el capítulo VI, a cargo de Don Ernesto de la Torre Villar. En estos capítulos no se mencionan las terribles congregaciones de indios, las composiciones de tierras y todo el sistema colonial en pleno impulso desde la metrópoli. A mi juicio, a fines del siglo XVIII los pueblos indios seguían en un difícil contexto. Sin duda había distintos problemas que hacían particularmente compleja su relación con el poder colonial. En esta época se dio un claro empuje al desarrollo de la agricultura mercantil en manos de los españoles y criollos que, junto con el aumento demográfico indígena, generaba una fuerte presión sobre las tierras de los pueblos. Asimismo, las reformas borbónicas impulsadas a partir de 1765 obligaban, entre otras cosas, a un saneamiento de las finanzas de los pueblos indios, lo que se pretendía lograr arrendando sus tierras “sobrantes” o no ocupadas. Al final esta política sólo benefició a los hacendados, mineros y comerciantes y no a las comunidades indígenas. Con las reformas borbónicas se crearon las intendencias como unidades administrativas (1786), de las que dependían también las comunidades indígenas. Los subdelegados de las intendencias se involucraron directamente en la regulación financiera de los pueblos, lo que significó una mayor participación por parte de la autoridad española en los asuntos de gobierno indígena y una pérdida por parte de las autoridades indias de algunos de sus recursos políticos locales.
Los motivos populares para irse a la guerra
El movimiento de independencia de México surgido a partir de 1810 tiene como antecedente los diversos levantamientos que se dieron en los pueblos a fines del
siglo XVIII. Fue un periodo de gran descontento de la población rural que detona el movimiento de independencia, y que se debió en parte a un aumento de la población indígena —lo que incrementó la demanda por tierras— así como a la aplicación de políticas “modernizadoras” que amenazaron la supervivencia de las comunidades. Otro factor relevante fue el incremento de la comercialización agrícola que benefició a los grandes productores. Muchos de estos cambios fueron impulsados sin duda desde la época de las Reformas Borbónicas.
Aunado a lo anterior, la agricultura novohispana entró en crisis en el periodo de 1808 a 1811, lo que trajo hambruna a la población que, desesperada, se unió al levantamiento de 1810. En opinión de Eric Van Young, las situaciones
que detonaron el descontento en alrededor de 150 pueblos
a fines del siglo XVIII y durante la primera década del siglo XIX se centraron en reclamos por el aumento de tributos, problemas de tierras y dificultades al interior del gobierno indio. Asimismo, la mayor parte de las revueltas indígenas estaban lideradas por sus propias autoridades, generalmente los gobernadores de los pueblos, quienes solían iniciar la protesta enfrentándose a algún funcionario español por cuestiones de poder y reconocimiento de su autoridad. Es en este contexto general que ocurrieron los primeros levantamientos por la independencia de México entre 1810 y 1820.
Eric Van Young señala que la guerra de independencia no tuvo como actores principales a los mestizos, como suele afirmarse; en realidad, en este movimiento participaron centenares de miles de indios, lo que es natural ya que era la población mayoritaria. Del total de población que había en Nueva España en 1810, aproximadamente 60 por ciento eran indios, 20 por ciento eran españoles y otro 20 por ciento eran negros y castas. De hecho, a lo largo del siglo XIX la población indígena fue mayoritaria: en 1857 representaban 50 por ciento del total de población y en 1876 aproximadamente 43 por ciento.
En opinión de Eric Van Young, en este sector de la población se dio también un prolongado proceso de resistencia cultural en contra de las fuerzas que impulsaban algunos de los cambios ya señalados. Esta resistencia cultural tuvo como elementos importantes la identidad étnica, el sentido de pertenencia a la comunidad, la sensibilidad religiosa indígena así como “un cierto estilo de pensamiento político propio”.
Durante los años de la guerra de independencia varios pueblos indios manifestaron una ideología mesiánica y leal a la figura del monarca hispano. Era común que los indios insurgentes expresaran su deseo de cambio mediante el clamor de “Viva el rey y muera el mal gobierno”. Sin duda había un sentimiento en contra de los españoles —representados por las autoridades coloniales y la oligarquía local— y una adhesión leal al rey y a la virgen de Guadalupe, aunque esta última, cabe recordar, había gozado de una reducida influencia en la fe indígena a lo largo de la época colonial. William B. Taylor ha mostrado que la relación que los pueblos establecieron entre la virgen, la justicia y un sentimiento nacionalista se originó durante la guerra de independencia, sentimiento que posteriormente se fue acrecentando.
La apropiación indígena del nuevo orden liberal
Por otra parte, los autores reseñados olvidan completamente que la legislación liberal permitió generar esperanzas a los pueblos indios de lograr un mayor bienestar para ellos y sus comunidades. En 1812 se aplicó la Constitución Liberal de Cádiz, que sentó la base de la organización del futuro estado nacional en México. Con ella se creó la división administrativa del Estado en diputaciones provinciales, la organización del poder municipal y la igualdad de derechos entre americanos, españoles e indios (por ejemplo la abolición del tributo, la encomienda y de los servicios personales). A través de esta Constitución se ordenó la creación de ayuntamientos en las poblaciones que contaran con mil habitantes y se ordenó que —al igual que en el cabildo colonial— las autoridades fueran elegidas por votación. Esta situación jugó a favor de las comunidades indígenas ya que los indios estaban familiarizados con las elecciones (a diferencia de los otros grupos sociales) y hubo amplia participación de los mismos entre 1820 y 1830. Sin embargo, en la época colonial las reglas para la elección de cargos para el cabildo indígena variaban según las costumbres locales. Ello cambió en la etapa posindependiente, al señalarse que para elegir los cargos municipales sólo podían participar los varones mayores de 25 años, además de que el voto era indirecto.
Debo recordar que al interior de las comunidades indígenas se identificó la idea de ciudadanía con el pago de impuestos y el derecho a votar por los oficiales municipales, quienes a su vez controlaban los recursos. De hecho, las ceremonias utilizadas para elegir a los oficiales de ayuntamiento en esta época eran muy similares a las acostumbradas en la época colonial con los cabildos indios, ya que, como señala Peter Guardino, ambos tenían un origen común en la práctica municipal española.
Por encima de los ayuntamientos estaban las diputaciones provinciales. Aquí la aplicación de la justicia quedaba fuera de la esfera de los ayuntamientos y dependía de los subdelegados, aunque supuestamente la figura del subdelegado quedaba anulada con la creación de diputaciones provinciales en Nueva España. No obstante, los subdelegados “subsistieron como jueces de primera instancia, y como encargados de los asuntos de guerra”.
Como se puede observar, en general esta legislación generó entusiasmo entre numerosos pueblos indios, ya que les permitía una autonomía basada en su personalidad jurídica como ciudadanos, así como tener, desde esta trinchera, una continuada participación política. Aunque este entusiasmo no era compartido por las autoridades coloniales y las oligarquías blanca locales, especialmente los subdelegados percibían a los ayuntamientos indígenas como unidades políticas que establecían límites en su jurisdicción.
Olvidar a la mayoría
Sin todo este contexto, el libro aquí comentado se limita a reseñar frases tan alejadas de la realidad como:
El calendario litúrgico determinaba el curso de la vida cotidiana: los domingos y días festivos se asistía a misa, se participaba en procesiones religiosas y en los festejos en honor a los santos, a la Virgen y a Jesucristo. Los acontecimientos más importantes de las familias eran los bautizos, las bodas y las defunciones […] la mayoría de los indígenas permaneció en el ámbito rural. Como vasallos del rey, se les concedió el derecho de conservar sus altepetl o aldeas [sic, ciudades, pueblos], así como las tierras que explotaban desde la época prehispánica […]
Con ese bucólico e irreal cuadro uno no puede dejar de preguntarse ¿de quién es la historia que los autores abordaron? ¿De qué territorio imaginado surgen sus descripciones?
la mejor fuente educatiba que conosco en internet
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