A SIETE AÑOS DE SU AUSENCIA

Jorge Zepeda

Roberto Bolaño llegó a México en 1968 y regresó a Chile para defender el régimen legítimo poco antes del golpe militar de Pinochet. Cuando el derrocamiento de Salvador Allende fue un hecho, pudo salir de prisión gracias a un antiguo compañero de estudios que intercedió por él. Luego de volver a México para una estancia de varios años, se instaló finalmente en España, donde pasaría el resto de su vida. Era la época en que México representaba una alternativa real de refugio ante las dictaduras del Cono Sur, función que cumplió para quienes deseaban encontrar continuidad a sus vidas frente a la imposibilidad de hacerlo en tierra propia. Habida cuenta de estos mínimos detalles biográficos, Roberto Bolaño podría contribuir a desmitificar de manera definitiva una etapa como la de la segunda mitad de los setenta, en que México acogió a una gran cantidad de transterrados.
La presencia de Bolaño en México, marginal a fin de cuentas —no un académico en busca de plaza en alguna universidad, no un escritor más o menos conocido, no un represaliado notorio—, muestra los límites de la imagen de ensueño que todavía recrea entre suspiros esa versión sentimental de la izquierda mexicana a la que le basta con firmar crónicas sensibleras y asumir una superioridad moral que muchas veces sólo existe para consumo propio. También, al mismo tiempo, derruye la imagen utópica de los adolescentes con aspiraciones literarias que sobrevive incluso entre las generaciones más recientes, tan “posmodernas” e “irreverentes”.
La propuesta anterior podría despertar, por sí sola, justas sospechas, pero la trayectoria de Bolaño muestra hasta qué punto las actitudes iconoclastas de los personajes de Los detectives salvajes representaban para su autor la alternativa a la mediatización de la literatura y su utilización con fines meramente políticos; una forma de resistencia. Ésa, que podría considerarse una toma de postura ingenua, propia de un adolescente, queda respaldada por la calidad de la novela, que obtuvo el Premio Herralde y el Rómulo Gallegos en 1998. El acierto de Bolaño consiste en concentrar en su texto la crónica de las experiencias de un grupo de adolescentes aspirantes a escritores que bajo la bandera de la actitud vanguardista del real-visceralismo llevan al lector a un recorrido por la Ciudad de México y por el ambiente literario de mediados de los setenta. Estructurada en capítulos testimoniales que cambian de narrador, la perspectiva se modifica y aparecen ante el lector distintas versiones de los hechos.
Nada novedoso resultaría de una estrategia narrativa semejante, que, por otra parte, tiene ya su trayectoria. El logro literario de Bolaño es transmitir el cambio de estilo con cada declarante que se aventura en la reconstrucción de su convivencia con los protagonistas de la novela, Arturo Belano (trasunto del mismo Roberto Bolaño) y Ulises Lima (modelado a partir del compañero de aventuras de Bolaño, Mario Santiago). Tales deslizamientos en el enfoque de los hechos narrados conllevan una sensibilidad ante las anécdotas que potencia su contenido más allá de los posibles gestos de reconocimiento que el lector mexicano puede dar ante los usos y costumbres del medio literario, las manías persecutorias de cierto Nobel con tendencias caciquiles y la explotación del aura del poeta maldito como inevitable gesto de identidad entre quienes aspiran a ser escritores, a impulsar una revista, a hacerse oír en un medio en el que —todavía— sobran las propuestas y escasean la solidez y el talento. La prueba definitiva del valor literario de Los detectives salvajes es que se sostiene como novela incluso leída fuera de México; el mejor ejemplo de ello es la insistencia de buena parte de la crítica española en olvidar el escenario de las correrías de Belano y Lima y acentuar, en cambio, la marginalidad de los protagonistas y su reparto de secuaces en distintos puntos del planeta, además de resaltar el hecho de que Bolaño escribió su obra narrativa ya como residente en Cataluña.
Seis años después de la anterior apareció 2666, libro en el que confluyen cinco novelas cuyo denominador común es el rastro explícito, insinuado o paralelo del escritor Benno von Archimboldi, novelista alemán al que siguen la pista (infructuosamente) un grupo de académicos europeos obstinados en descifrar su obra y su biografía. Asistimos, así, al momento epifánico en que cada uno de ellos (un francés, un español, un italiano y una inglesa) se encuentra con alguna de las muchas novelas de ese autor inasible que termina por dominar sus trayectorias profesionales, y a su apropiación del tema en el terreno de los congresos y las publicaciones especializadas (“La parte de los críticos”). Todo ello relatado con conocimiento humano de las circunstancias narradas, pero sobre todo con verdadero talento, lo cual ofrece al lector personajes
complejos, sólidos y verosímiles con quienes establecer un vínculo de identificación o distanciamiento.
Las novelas sucesivas continúan la historia y amplían a su vez épocas, escenarios y dimensiones que nos muestran la (ficticia) ciudad fronteriza de Santa Teresa —en el norte de México— desde la perspectiva de un exiliado chileno inserto en la vida universitaria (“La parte de Amalfitano”), o a partir de la mirada de un periodista norteamericano que profundiza en los acentos de muerte, sordidez y violencia (“La parte de Fate”) que terminarán por imponerse en el relato descriptivo de una aparentemente interminable sucesión de hallazgos de cuerpos de mujeres asesinadas, en la transposición literaria de los feminicidios de Ciudad Juárez (“La parte de los crímenes”), para saltar luego al Bildungsroman del escritor, desde su infancia hasta hallarse bien entrado en la madurez y enlazar, por fin, las secciones precedentes (“La parte de Archimboldi”) para dejar sumido al lector en la interrogante de cómo habría concluido esta última novela que Roberto Bolaño preparó para su publicación si hubiese tenido más tiempo antes de morir el 14 de julio de 2003. Pero esa pregunta resulta tan ociosa, tan típica de las especulaciones pseudoliterarias de las que se abusa en
la concepción imperante de la crítica actual, que no vale la pena profundizar en ella. Basta traer a cuento el final de esa otra persecución de un autor huidizo novelada por Bolaño, la de Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes, para recordar que una meta tan idealizada, tan mitificada por aquellos que la han reconocido como su razón de ser, resultaría, una vez alcanzada, un asunto totalmente anticlimático, incluso antiliterario.
La obra de Roberto Bolaño recibe en estos momentos la atención de gran parte de la crítica norteamericana y un sector considerable del público lector perteneciente a las generaciones más recientes en el ámbito de la lengua española. La solidez de su narrativa resulta ajena a los desplantes de quienes proponían hace poco más de una década la bancarrota de los valores literarios hasta entonces vigentes y la necesidad de recrear la literatura mexicana a partir de una concepción más bien provinciana del cosmopolitismo. La figura del escritor escapa a la corteza de mitografía contracultural con que la han recubierto muchos de sus frecuentadores, e incluso al plan mercadológico del que la ha hecho objeto su más reciente editor anglosajón. En la recepción crítica de sus dos principales novelas son reconocibles los rasgos de otros casos en que el discurso crítico delata la irrupción de una gran obra, a ratos incomprendida, malinterpretada o hasta mistificada, pero invariablemente identificada como tal.
En la primera novela de las cinco que conforman 2666 puede leerse un párrafo que, toda proporción guardada, podría traer a la memoria el destino de las traducciones de la obra de Bolaño en el mundo literario norteamericano:

[…] nadie de sus colegas aún vivos lo había visto jamás, no existía ninguna biografía suya en alemán pese a que la venta de sus libros iba en línea ascendente tanto en Alemania como en el resto de Europa e incluso en los Estados Unidos, que gusta de los escritores desaparecidos (desaparecidos o millonarios) o de la leyenda de los escritores desaparecidos, y en donde su obra empezaba a circular profusamente, ya no sólo en los departamentos de alemán de las universidades sino en los campus y fuera de los campus, en las vastas ciudades que amaban la literatura oral o visual.

Toda proporción guardada, porque no podría pensarse directamente en el mismo Bolaño como objeto de esta descripción, que corresponde al personaje del novelista Benno von Archimboldi, una figura contraria a la disponibilidad inmediata de casi cualquier autor contemporáneo (en especial si se trata de escritores de best-sellers), por lo general ávidos de entrevistas, firmas de libros y publicidad. No deja de resultar inquietante que el éxito de Roberto Bolaño entre los escritores jóvenes se base casi exclusivamente en esa aura de marginal cuyo repertorio de leyendas resulta ya, en estos momentos, francamente rutinario. Su éxito de ventas proviene también, en parte, de la facilidad para asociar los estereotipos ligados a figuras destacadas de la cultura estadounidense como William Burroughs, Allen Ginsberg, Jack Kerouac o (incluso) Jim Morrison con los protagonistas de Los detectives salvajes y 2666. Dicha tendencia se ve reforzada por su recepción en Estados Unidos, como queda claro en el caso del reseñista de The New York Review of Books: “La revista neoyorquina augura que 2666 se convertirá en ‘el éxito de ventas literario más de moda para la próxima temporada navideña’, aunque para ello falta ver si el público, de un país al que nunca se le han dado bien las traducciones de títulos de ficción, cae rendido a Bolaño”. Dado su énfasis en el tema de las ventas y la idoneidad de las novelas de Bolaño como obsequio de fin de año, es inevitable identificar aquí, una vez más, las motivaciones concretas que conducen a la traducción de una obra latinoamericana en el mercado editorial norteamericano.
Como todo el ámbito anglosajón, Estados Unidos resulta impermeable la mayor parte del tiempo a cualquier texto no escrito originalmente en lengua inglesa. Suele perderse de vista, sin embargo, que ninguna operación de mercadeo prospera más allá de un cierto margen. Superado el límite de las estrategias de promoción, los lectores norteamericanos hallarán en la narrativa de Bolaño algo más que lo que sus editores han querido encontrar en ella. El hecho se ha trivializado la mayor parte de las ocasiones, y una reacción semejante sería una señal aislada si no fuera de por sí sospechosa la atención que los escritores jóvenes suelen prestar a Roberto Bolaño. Esta pretendida admiración no deja de despertar todo tipo de reservas cuando se tiene en cuenta que quienes aseguran tener presente su ejemplo como lección para producir la literatura venidera —al menos en México— aspiran a convertirse en becarios y subsidiarios de una serie de políticas de apoyo oficial a la creación literaria (o ya lo son). Es ésta una situación a todas luces contrapuesta a la actitud vital de Bolaño, que desempeñó cualquier tipo de empleo precario para subsistir mientras se dedicaba a producir textos que enviaba a los numerosos concursos literarios existentes en España, donde se instaló desde finales de los setenta. El lector concordará en que no es lo mismo hacer de la literatura un modo de vida que convertir la creación literaria en el centro de ésta.
Roberto Bolaño es un escritor latinoamericano. No por la imposición de esa etiqueta a la que tan a menudo se apelaba entre los sesenta y los ochenta —y que se asumía como la coronación de un activismo muchas veces panfletario e ineficaz—, sino por la escritura de un par de novelas que se complementan de manera óptima. Además de identificarse como escritor latinoamericano cuando la situación le reclamaba una toma de postura al respecto, Bolaño logró en Los detectives salvajes una obra cuyo tema es el de los latinoamericanos por el mundo, como lo presenta la segunda parte —homónima— de esa novela. Y es latinoamericano el autor que da vida en la ficción a los distintos personajes de 2666, desde los especialistas europeos en la obra de Archimboldi hasta los funcionarios polacos colaboracionistas que escenifican un nuevo ejemplo de la “banalidad del mal” que Hannah Arendt advirtió en Eichmann durante el juicio en Jerusalén. Bolaño da tratamiento literario a los crímenes contra mujeres en Ciudad Juárez y convierte la ciudad de Santa Teresa en el punto de convergencia de tramas y personajes, en un ejercicio que tendría que hacer reflexionar sobre sus desvaríos a quienes han pretendido indagar en la naturaleza del mal sin dejar de lado su formación exclusivamente libresca y su profunda dependencia de los estereotipos y los lugares comunes derivados de la cultura de masas.
Es muy fácil jugar a ser Baudelaire, el conde de Lautréamont o Rimbaud mientras exista la certeza de cobrar puntualmente las becas para jóvenes creadores o recibir
el depósito mensual de los subsidios para “editoriales
independientes”. Pero jugar a ser émulo de Bolaño no garantiza escribir, al paso de las décadas, la gran novela latinoamericana que es Los detectives salvajes. Ni —tampoco, qué pesar— la gran novela a secas que es 2666. Es muy fácil jugar a ser suicida. Pero nada obliga al que finge serlo a cumplir su amenaza. Por otra parte, Bolaño convirtió en literatura los recuerdos de sus experiencias contestatarias y vanguardistas cuando ya estaba en plena madurez, y después de haber explorado con disciplina los temas que le preocupaban hasta obtener las armas que le permitieran dar forma a sus obsesiones. He ahí la diferencia entre
Bolaño y la caricatura de Bolaño y de su obra a la que tributan admiración muchos de sus émulos actuales, carentes de la necesaria distancia estética ante sí mismos y sus aficiones como para poder convertirla, a la larga, en distancia creativa.
Tras la muerte de Bolaño han aparecido libros de recopilación de sus ensayos y conferencias, novelas (reeditadas e inéditas) que encajan de manera coherente en sus temáticas predilectas, libros de esa poesía que el escritor nunca dejó de cultivar porque siempre se consideró poeta, y hasta un volumen que reúne los tres libros de cuentos que publicó en vida —precisamente el tipo de libro que en otro momento hubiese sido impensable en un caso como el suyo si no mediara el aval de sus dos principales novelas. No hay que subestimar la importancia del cálculo económico en estas decisiones, pero recriminar a los herederos del autor una supuesta avidez de ganancias subestimaría el talento que Bolaño depositó en cada uno de esos textos mientras construía con trabajo frente al papel en blanco y frente a sí mismo una trayectoria consistente con sus convicciones literarias y personales. Las “denuncias” que en apariencia defienden la pureza artística provienen con frecuencia de quienes nada arriesgan ni apuestan por su propia obra, puesto que formulan sus reproches al amparo de becas y subsidios financiados con dinero público. Prestar atención a ese tipo de discursos sólo contribuye al aura de incomprendido genial e irracional con que desean rodear al verdadero escritor quienes quisieran desactivar su ejemplo incómodo en el estado de cosas actual (y el de Bolaño no es el único caso en que ocurre algo semejante). El lector es libre para acercarse a su obra y comprobar, por sí mismo, cuánto difiere el autor de Los detectives salvajes de la multitud vociferante de imitadores y críticos de suplemento dominical pretendidamente iluminados. Para contrariedad de todos ellos, Roberto Bolaño es un escritor latinoamericano cuya obra nadie ni nada —ni siquiera su propio éxito— ha podido acallar.

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