El lugar de Rulfo


Víctor Jiménez


“No hay nadie tan necio que alabe el Quijote”, dirá Lope de Vega, el mimado de las musas y del público, aquel a quien hubiera estado destinado el primer Premio Cervantes, de haber existido entonces tal galardón.

ANDRÉS TRAPIELLO

EL TÍTULO DE ESTE TEXTO copia el de un artículo y libro de Jorge Rufinnelli de 1977 y 1980, respectivamente. El académico uruguayo trataba entonces de enmarcar la obra de Juan Rulfo en el panorama de la literatura de su tiempo para concluir que la diversidad de lecturas que había recibido bastaba “para admirarla y ubicar con justicia a su autor entre los máximos exponentes de la literatura de nuestro siglo”. Ese mismo título tendría aquí una intención similar, aunque diferente en alcance: ¿cuál sería el lugar de Rulfo en el panorama de la literatura mexicana —considerada como un todo— en 2010, cuando nos acercamos ya al primer cuarto de siglo de la desaparición física del escritor?

Andrés Trapiello, autor de una biografía de Cervantes, reprodujo en ocasión del IV Centenario del Quijote (2005) la conocida opinión que sobre la obra de Cervantes tenía Lope de Vega, trasladando la relación entre ambos autores al contexto de la vida literaria de nuestro tiempo: el exitoso escritor-cortesano no hubiese desdeñado apropiarse del premio que lleva el nombre del “autor para necios”. No es seguro que en realidad desdeñase al Quijote; lo más probable es que lo irritase el reconocimiento que había recibido e intentase empañarlo para alejar una fastidiosa sombra sobre su propia obra. Debió sorprenderle que alguien carente de todo relieve social fuese el autor de una obra calificada por otros como notable: sólo podían ser necios... Francisco Rico, el notable cervantista de nuestra época demostró que la consagración del Quijote como un clásico se produjo primero fuera de las fronteras españolas y sólo después, a remolque (se le acusaba de exhibir “los vicios de España”), en su país de origen.

Cervantes trataba de mejorar su opaca biografía con la historia de su participación en la célebre batalla que lo había baldado. No era suficiente. En el siglo xix Charles Augustin Sainte-Beuve, el máximo crítico literario francés de entonces, había dictaminado que si un autor carecía de una atractiva personalidad su obra no podía valer nada. Era el caso de algunos que descalificó por tal causa: Stendhal, Baudelaire y el propio Flaubert, a quien perdonó la vida dándole consejos para escribir mejor. Flaubert le respondió con La educación sentimental, donde caricaturiza al cacique literario, pero tuvo que lamentar que Sainte-Beuve muriese antes de la aparición de su novela.

Lope de Vega había sido cortesano y funcionario honorario de la Inquisición, Sainte-Beuve fue senador vitalicio con Napoleón III e “inquisidor” literario en el nuevo tribunal del periodismo de masas, además de mediocre poeta y novelista. Desde ese púlpito no sólo se encargó de fulminar a los mencionados, también impulsó a quienes lo seducían por su atractiva personalidad y brillante conversación. Todos han pasado al olvido.

Cuando Marcel Proust inicia lo que será En busca del tiempo perdido, en la década de 1900, concibe una extraña obra mixta en la que alterna tanto evocaciones de su infancia como las reflexiones que dedicó al crítico decimonónico. El proyecto fue rechazado por el editor y sólo se publicó de manera póstuma, en 1956, con el título de Contra Sainte-Beuve. La parte correspondiente es una feroz demolición del periodista decimonónico, excluyendo consideraciones personales (el crítico murió en 1870 y el inventor de Combray nacería en 1871), en la que Proust explora la verdadera naturaleza de la literatura para demoler todos los supuestos de la crítica literaria ejercida por Sainte-Beuve.

En el mismo siglo XIX Balzac se ocuparía del campo del que había emergido Sainte-Beuve: con el personaje de Lucien de Rubempré describe la trayectoria de un provinciano aspirante a escritor que, emigrado a París, se encuentra al mismo tiempo con uno verdadero y otro que le abre las puertas de la “vida literaria”; es decir, el mundo en que la crítica se escribe en unos periódicos plenamente conscientes de sus intereses económicos y políticos. Deslumbrado, Rubempré se presta a un juego que terminará por desecharlo con la misma rapidez con que lo utilizó. Sainte-Beuve, sin embargo, tuvo mejor suerte que el personaje de Balzac.

No sería difícil definir el perfil de un protagonista que, con ejemplos que van de Lope de Vega a Rubempré y Sainte-Beuve, sigue hoy tan vivo e influyente como en el pasado. También existe en México, naturalmente, y su habitat es aún el del siglo XIX: el periodismo. Directores de revistas, articulistas frecuentes, colaboradores de la prensa, quizá los más conspicuos de las últimas décadas sean Octavio Paz y Carlos Fuentes (sin olvidar que el primero tomó previsiones mediáticas para el futuro). No debería extrañarnos, en fin, que el argentino Ricardo Piglia haya definido a Octavio Paz sobre todo como un periodista. El autor de El laberinto de la soledad supo muy pronto que esa era la vía para acceder al puesto dominante en la vida literaria mexicana. Fuentes lleva toda la vida concediendo entrevistas a la prensa y escribiendo artículos, además de dictar conferencias por todo el planeta. Ambos supieron convertirse en recipiendarios de premios importantes: como el Cervantes, para no hablar del Nobel de Paz.

El periodismo literario, por último, hace crecer a sus practicantes a los ojos del poder político y económico convirtiéndolos en figuras con poder propio. No consigue, empero, atraer de manera duradera otro tipo de reconocimiento, el de los lectores, sobre todo si los imaginamos dispersos a lo ancho de la geografía y lo largo del tiempo. Nos referimos a la universalidad y a la posteridad de una obra: ambas son los límites de la vida literaria y pertenecen en forma exclusiva al territorio de la literatura.

Regresemos a Juan Rulfo. Hace poco se ha publicado un título, Juan Rulfo: otras miradas, que trata de explorar este último tipo de reconocimiento, atendiendo a la amplitud geográfica que cubre ya su obra y al hecho de que sus dos libros emblemáticos, El Llano en llamas y Pedro Páramo, han rebasado ya el medio siglo y siguen aumentando sus ediciones en todas las lenguas. La obra de Rulfo comenzó muy pronto a recibir el elogio de escritores y críticos mexicanos y extranjeros de primera importancia —entre éstos Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Susan Sontag, Kenzaburo Oé, Günter Grass, Tahar Ben Jelloun o Gao Xingjiang—, y me quiero detener en el último porque ilustra de manera muy clara la diferencia entre el brillo que concede la vida literaria y el prestigio que proporciona la autoría de una gran obra. El ganador del Nobel en 2000, primer autor chino en obtenerlo (lo que no estuvo al margen de los cálculos políticos acostumbrados en la Academia Sueca), fue entrevistado en París el día posterior al anuncio de su premio por la periodista mexicana Mónica Delgado, del diario Reforma. Cito una parte de las palabras que intercambiaron:

¿Qué obras o autores han influido en su universo literario?

–Hay tantos. Pero le puedo decir que entre los que más me gustan y más admiro están los latinoamericanos y, en particular un mexicano que me gusta muchísimo. Lo leí en China, porque allá los autores latinoamericanos son muy traducidos. Hay uno que es maravilloso, pero espere, espere (frunce el ceño y junta las manos), no recuerdo exactamente su nombre.

¿Octavio Paz, Carlos Fuentes?

–Paz, claro que lo conozco. También he leído a Fuentes, claro. Pero no son ellos, espere.

¿Será Juan Rulfo?

–¡Rulfo! ¡Eso! ¡Magnífico! Me gusta mucho, incluso cuando se publicó en China uno de sus libros escribí una crítica e hice un gran elogio de su arte. Es también alguien que yo considero universal. No lo siento lejano.

Ya Paul Valéry había observado cómo la obra literaria puede terminar por imponerse sobre su autor, lo que llamó la atención de Hannah Arendt, quien lo cita a este propósito. Este fenómeno sería como el negativo de la vida literaria, y no sólo Cervantes deslumbra muy poco frente a su Quijote; el mismo Shakespeare parecería una sombra de contornos difusos tras sus dramas y personajes. El alegato de Proust contra Sainte-Beuve se centra en el “culto a la personalidad” del autor que el crítico había colocado como eje de la valoración de una obra literaria. Las “personalidades” de Paz y Fuentes (sus nombres continuamente repetidos en la prensa) hacen que acudan primero a la memoria de Mónica Delgado. El autor chino recuerda esos nombres, cuya obra no parece importarle en absoluto, pero no el del autor (menos mediático) de la obra que realmente le interesa. Proust hubiese comprendido muy bien este contraste. Lo notable, por lo demás, es que el propio Gao tome la iniciativa de afirmar que Rulfo “es también alguien que yo considero universal”. García Márquez dijo en 1980, a propósito de la brevedad de la obra de Rulfo, algo sobre su previsible posteridad: “No son más de 300 páginas, pero son casi tantas, y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles.”

En qué medida está fuera del alcance del escritor que llegue a la cima de la vida literaria garantizar para su obra las ansiadas universalidad y posteridad lo muestra Javier Marías con el caso de Camilo José Cela:

“Entre nosotros fue Cela el escritor que más se preocupó por quedar, y a ello dedicó buena parte de sus energías. Inseguro de su valía, conservó, ordenó y archivó sus originales y cartas, se afanó por que en su colección no faltase una sola edición de cualquiera de sus títulos, por insignificante que fuese. Hasta reescribió a mano, y a destiempo, el único original que había perdido o regalado, el de La familia de Pascual Duarte, convirtiéndose así en un extraño falsificador de sí mismo. Según las últimas noticias, cuanto atesoró con megalomanía y obsesión en la Fundación Cela, recaudando dinero público para su construcción, empieza a deteriorarse y a ser víctima de la incuria y la bancarrota. Y al parecer casi nadie se molesta en visitar su sede. Murió hace sólo ocho años y además recibió el Premio Nobel, pero no estoy seguro de que se lo lea ya mucho. Que algo dure hoy diez años es un milagro, quizá –salvo excepciones incomprensibles– la forma máxima de la posteridad.

Camilo José Cela recibió también ese premio, el Cervantes, que Lope de Vega habría luchado, intrigando, por obtener. Pronto podría engrosar la lista de los recipiendarios de grandes premios cuya obra nadie lee. Y ya que estamos con Javier Marías, el escritor español parece muy interesado desde hace años en el tema de la posteridad, y en relación con esto se ocupó del caso de Juan Rulfo. En 1989 publicó Marías por primera vez una colección de cuentos escritos por autores de una obra breve, o de la que sólo habría sobrevivido una pieza. En la Introducción decía: “Siempre se ha dicho que pasar a esa historia [de la literatura] no depende de la cantidad de obra escrita, y quienes lo sostienen no carecen de buenos ejemplos a los que recurrir: desde Benjamin Constant, que hoy ocuparía el mismo lugar que ocupa si sólo hubiera publicado su novelita Adolphe, hasta el máximo caso de nuestros tiempos, Juan Rulfo, hoy por hoy venerado (aunque ya veremos mañana) por sus celebérrimas doscientos y pico páginas.” No es imposible ver en Marías una hispánica esperanza de que el prestigio de la obra de Rulfo se diluya con el tiempo. Bien: quince años después, en enero de 2004, volvía a publicar la misma antología con la misma Introducción. Ya van, en este 2010, 21 años desde que la escribió (él, que considera difícil que una obra dure más de diez años). En ese lapso han aumentado mucho, como ya dije, las ediciones de la obra de Rulfo en español y los más diversos idiomas, sin mencionar la posición que ocupan sus libros en encuestas de todo origen que indagan sobre el canon literario de nuestra lengua o al margen de cualquier idioma, y ya se trate de la época moderna o a lo largo de la historia: es siempre la única obra de un autor mexicano que aparece en estas valoraciones. Hablamos, además, de ejercicios realizados en la última década. Nadie tiene asegurada la posteridad, pero la obra de Rulfo, que ha alcanzado una notable universalidad rebasado el medio siglo de su publicación, parece caminar con firmeza (y sin compañía nacional) hacia ella.

Este artículo podría parecer una larga digresión sobre el tema que se adelanta en su primer párrafo, pero el recorrido es necesario si se desean poner sobre la mesa los elementos de juicio que permitan indagar cuál sería el lugar de Rulfo en la literatura mexicana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entrevista Rojo-Amate I/II

Entrevista Rojo-Amate II/II

Lo más visitado