Por Gregor Von Rezzori
Selección de Juan Rulfo
Selección de Juan Rulfo
EXISTEN REALIDADES por encima y por debajo de la nuestra, la cual como única que conocemos, nos parece la sola realidad existente.
Un hombre sale tambaleándose de la barahúnda ensordecedora de un antro a la incierta luz del amanecer.
En la arriesgada e imprecisa seguridad de sus movimientos –la mortalmente seria pirueta del payaso– se advierte al bebedor habitual.
Su rostro es el campo de cráteres de un satélite perdido.
En su vacilante cerebro excitado se entremezclan los gritos de la taberna, discusiones filosóficas, orgullo, humildad, citas, obscenidades, odio, soledad, credulidad, pureza, desesperación: no conoce el camino de su casa. Y marcha como un sonámbulo hasta el siguiente cruce de calles, por el que pasan lo rieles del tranvía: dos serpientes de brillo apagado.
Allí, a tientas, con la cabeza erguida como un ciego, mete el bastón en el carril y se deja guiar como asido a una pértiga.
La punta del bastón va levantando, en oleadas, hojas podridas, basura, grava, barro y agua sucia. Sus zapatos chapotean en los charcos, tropiezan con los adoquines desiguales, se hunden en la grava, se envuelven en el polvo. La niebla le golpea la cara como algodón húmedo, el viento le sacude los mechones que asoman bajo el sombrero, cayéndole sobre la frente; el rocío se le fija en la boca, dándole un gusto salado, y forma gotas que le hacen cosquillas en las comisuras de los labios, porque la piel de sus mejillas es grasienta y no las absorbe. Marcha, pues, murmurando; a veces habla en voz alta, entona una canción, la interrumpe, se ríe, se calla, vuelve a rezongar. Mira ante él en línea recta, con los ojos muy abiertos, como los de los ciegos; sin parpadear, como los de los dioses.
Así atraviesa la ciudad de un extremo a otro. La ciudad está situada en un lugar del viejo sudeste de Europa y se llama Chernopol.
El hombre no sabe nada de la realidad de la ciudad. Ni nota que la ciudad se despierta, no se da cuenta de cómo las blanquecinas luces de los arcos voltaicos se van apagando por encima de su cabeza y cómo en las casas a izquierda y derecha, aquí y allá, destacan los rectángulos de las ventanas iluminadas. No ve los carros entoldados de los panaderos salir dando tumbos de las oscuras calles laterales. No percibe el olor cálido, pesado, del pan recién cocido, no oye el traqueteo de los carros de los campesinos que en pacientes filas se dirigen al mercado, ni el resonar de las herraduras de sus flacos caballos, venidos de la llanura a las grandes y tristes calles. No sabe nada de las risas de los últimos noctámbulos con que se cruza, ni de la inútil llamada del policía que no lo conoce, ni de las sombras que se desprenden de los porches negros de las casas y marchan a lo largo de las calles hacia metas desconocidas; no sabe nada del cielo sulfuroso que se despliega por encima de las copas de los árboles, como un cielo del día del Juicio; ni tampoco del chirriar desafinado del primer tranvía que sale de la curva de su terminal y enfila la recta, viniendo a su encuentro. Ningún hombre hace otra cosa que marchar al encuentro de su muerte.
No oye tampoco el grito lastimero y nostálgico de los trenes a lo lejos, al abandonar la ciudad para lanzarse, solos, en el país perdido, hacia una realidad diferente, solitaria y magnífica en sí misma, remota y nostálgica.
Porque todos –los hombres y las ciudades– están perdidos en su soledad.
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