Letras e imágenes, de Juan Rulfo


Evodio Escalante

CUALQUIER COSA QUE SE DIGA sobre Juan Rulfo se queda pequeña. Es el gran maestro de la lengua, el señor indiscutido del ritmo y de los matices. La fuerza del lenguaje se aúna en él al oído más fino que ha habido entre nosotros: el habla de los mexicanos nunca había sonado tan auténtica, tan voz, tan ligera y profunda a la vez, como en los textos de Rulfo. No es la retórica ni el circunloquio: es el arte pegado a la tierra. Leyéndolo se tiene la sensación de que sus textos durarán para siempre, que seguirán vivos mientras la lengua española también lo esté, y que su nombre perdurará cuando muchos de los escritores que hoy acaparan los premios y los primeros lugares en las listas de ventas hayan sido sepultados por el olvido. Su palabra de barro y de nube cumple la gracia de devolvernos, más allá de cualquier pretensión metafísica, el sabor primigenio del solar natal. Por eso regresamos de modo constante a sus libros y por eso cualquier hallazgo en torno a su figura y su obra tiene que interesarnos.

Hace ya algún tiempo, la familia de Rulfo dio a la prensa una serie de materiales inéditos, casi todos ellos fragmentarios, tomados de las libretas de apuntes del autor. El libro, que se tituló Los cuadernos de Juan Rulfo (Era, México, 1994), permitía al lector el ejercicio de una mirada indiscreta, consistente en la posibilidad de asomarse al “taller” del escritor, conocer sus tanteos y sopesar aquellos párrafos y trozos completos que fueron desechados por el ojo rigurosísimo del autor de Pedro Páramo y El Llano en llamas. La escritura, como lo saben todos, es parecida a la escultura: se trata de eliminar con el cincel la materia sobrante. Cualquiera pensaría que con esta publicación se habría agotado el Rulfo “inédito”. Que ya no quedaba nada por descubrir. Pero luego llegaron otros textos, de los cuales uno de ellos me importa resaltar: el que integra un importante material fotográfico del propio Rulfo, interesantísimo y de primera, acompañado por una serie de textos tomados también de sus cuadernos de apuntes pero esta vez no de la fuente propiamente “literaria”, si se la puede llamar así, sino de la preocupación rulfiana por conocer al detalle la historia del país y por recorrer cámara en mano todas aquellas zonas en las que existe algún monumento arquitectónico de interés. Rulfo, y esto queda documentado en este libro titulado Letras e imágenes (Editorial RM, México, 2002), tenía no sólo un detallado conocimiento de los vocablos que utilizaba para construir sus relatos, también poseía saberes muy precisos acerca de la historia nacional, y un interés más que evidente por documentar ese México plural, muchas veces recóndito, perdido detrás de cerros y de cañadas que salta a la vista en sus fotografías.

Preparada por el arquitecto Víctor Jiménez, quien construyó la casa de descanso de Rulfo en Chimalhuacán, Chalco, éste es un libro peculiar. Lo forman los apuntes de un autor que a menudo se limita a transcribir, a propósito de una tal o cual iglesia, lo que se dice de ella en algún catálogo histórico preparado por especialistas en la materia. Si sólo se tratara de una transcripción, acaso este material carecería de mayor interés. El asunto es más complicado, porque Rulfo copia en unos casos, pero en otros selecciona y ordena según su gusto, eliminando por ejemplo –como lo hace notar el editor– la visión piadosa de la “evangelización” (su visión de la historia era un poco más ruda) que a menudo campea en los catálogos. En otras partes, agrega observaciones de su puño y letra que denotan un conocimiento sobre el terreno. ¿Se trata de un trabajo de los que llaman “por encargo”? Todo indica que sí. De hecho, algunos de estos textos fueron publicados (y pagados, por supuesto) en la revista Mapas, entiendo que hoy desaparecida. Esto no obsta para que advirtamos una faceta muy auténtica del autor. A la vez que toma fotografías del templo de Tlayacapan, por poner un ejemplo, Rulfo redacta la nota descriptiva del monumento histórico. El texto base estaría tomado de un artículo publicado en la revista antes mencionada por un autor que ahora no tiene caso mencionar..., pero a la transcripción agrega varios pasajes con sus observaciones. De tal suerte, anota: “Su aspecto general es de iglesia-fortaleza con gruesos y elevados contrafuertes. Es de una nave, cubierta con bóvedas de cañón.” Prosigo: Las celdas y otros compartimientos presentan un aspecto –y aquí viene otra vez la voz de Rulfo: “de la más desoladora destrucción, y la obra ruinosa de los años deja ver sus huellas en este enorme conjunto almenado”.

La nota dedicada a “Meztitlán” es impresionante. De su puño y letra surge esta descripción, implacable: “Saliendo de Pachuca hacia el norte, por la carretera que une a esta ciudad con Molango, se ofrece al viajero un espectáculo imponente desde la cima de la Barranca de los Venados. Como si de pronto se hubiese abierto la tierra, se presenta a la vista una enorme grieta que rompe la monotonía de las llanuras de Atotonilco el Grande.”

Pero el hallazgo absoluto, y lo digo también en el sentido literario, lo constituye el relato que se titula “Castillo de Teayo”, éste sí totalmente surgido de su pluma. El texto podría ser muy bien la crónica periodística de un fotógrafo que anda buscando un pueblo perdido en la huasteca veracruzana en una inclemente noche de lluvia..., pero se convierte en una pieza literaria de primer orden, digna de figurar en la más rigurosa de las antologías. En manos de Rulfo el relato se convierte desde las primeras líneas en una incursión casi mágica en el tiempo otro de la comunidad rural mexicana, una comunidad asediada todavía por los fantasmas del pasado prehispánico, que no se dejan aplacar. Se ha dicho hasta el cansancio que en el mundo literario rulfiano casi no aparecen los indígenas; el propio Rulfo quizás se defendería diciendo que en su región los españoles arrasaron con todo, y que no podría hablar de lo que no perdura ni como ceniza. El “Castillo de Teayo” es como la revancha. El Rulfo que trabajó durante años en el ahora desaparecido Instituto Nacional Indigenista le otorga toda su voz y toda su fuerza a la voz de la memoria indígena en este relato alucinante que no puedo describir sino sólo recomendar. Como quien dice: hay Rulfo para rato.

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