Adolfo Orive
Los fundamentos de una democracia postliberal
(o las bases del empoderamiento ciudadano)
El régimen político mexicano no es, estrictamente hablando, una democracia. Es una república liberal representativa sustentada en un sistema competitivo de partidos. Para que por lo menos exista lo que ahora se denomina democracia la ciudadanía debe estar relativamente empoderada —en términos de alimentación, salud, educación, información, organización— y, por lo tanto, tener la capacidad para ser relativamente autónoma en sus decisiones. Y ello sucede en los países desarrollados, no en los nuestros.
El régimen político mexicano es ahora una república liberal pues los ciudadanos cuentan con la posibilidad de ejercer los derechos civiles y políticos otorgados por la Constitución y las demás leyes en la materia. Y es una república representativa sustentada en un sistema competitivo de partidos porque los ciudadanos opinan (otorgando su voto) sobre quiénes quieren —de entre los candidatos propuestos por los partidos— que sean sus representantes en los poderes ejecutivos y legislativos de la Nación.
Este tipo de régimen político fue diseñado en lo fundamental por los “padres” de la independencia estadounidense en el siglo XVIII, principalmente por James Madison y Alexander Hamilton. Ellos argumentaron expresamente (en El Federalista) las razones por las cuales no deseaban para Estados Unidos una democracia sino una república representativa: no solamente porque el territorio de su país era sumamente extenso, sino sobre todo porque no querían que la mayoría de los ciudadanos tomara directamente las decisiones de gobierno. Es decir, pretendían que el poder fuera ejercido por los representantes propuestos como candidatos por los partidos, no por los ciudadanos.
¿Por qué entonces a este régimen político se le llama democracia? Aclaremos que no fue sino hasta bien entrado el siglo XIX y, en el XX, después de la Primera Guerra Mundial, que politólogos, ideólogos y políticos defensores de este régimen político le adosaron el calificativo de democracia para ganar la legitimidad de la propuesta entre la mayoría de la población. Pero estudiosos muy respetados de las ciencias sociales como Joseph Schumpeter en 1942 y Robert Dahl en 1971 —ninguno de los dos de izquierda— calificaron al régimen político que ahora denominamos democracia como una oligarquía de partidos, el primero, y el segundo como una poliarquía.
Si la fuerza de la propaganda ha conducido a que en el mundo se le llame a este régimen político democracia, en los países subdesarrollados (como les decíamos hace cuarenta años) deberíamos agregarle el apellido liberal. No sólo porque gozamos de los derechos civiles y políticos promulgados desde el siglo XVII inglés por el liberalismo, sino porque el supuesto esencial del liberalismo es que todos los ciudadanos son básicamente iguales; y en las naciones del Tercer Mundo somos básicamente desiguales: económica, social y culturalmente y, por lo tanto, políticamente también (aunque la ley plantee que somos iguales). Para que exista lo que se denomina democracia liberal en los países desarrollados —para que la realidad se acerque al supuesto legal sobre la igualdad ciudadana— se debe, en México, empoderar económica, social y culturalmente a la ciudadanía, con el propósito estratégico de que tenga capacidad para ser relativamente autónoma —y no dependiente— en sus decisiones.
El régimen político mexicano es un conjunto de instituciones (organismos y reglas) sustentado en una partidocracia oligárquica que promueve un sistema económico, social y cultural —el neoliberal— que favorece a una minoría e incrementa las desigualdades. La litis de fondo no consiste, por lo tanto, en la afinación de los elementos que integran el régimen: en hacerlo semi-parlamentario o semi-presidencial, etcétera. ¿De qué sirve realmente —a la mayoría del pueblo— reformar una superestructura institucional —un edificio, digamos— si la base ciudadana —es decir los cimientos del edificio— está tan desempoderada que el régimen político realmente existente en nuestro país ni siquiera cumple los requisitos mínimos de la llamada democracia liberal? Por eso afirmamos que la llamada transición a la democracia, tan vehementemente discutida, no pasa tanto por el ajuste de las instituciones de nuestra superestructura política como por el empoderamiento económico, social, cultural y, por supuesto, político de los ciudadanos mexicanos; es decir, de los cimientos de esa superestructura.
En nuestra opinión, a la ciudadanía hay que concebirla como un proceso histórico —endógeno al sistema político y no exógeno a él, como lo plantea el liberalismo— que le sirve al ser humano para hacer transitar su condición de sujeción y dependencia con relación a otros seres humanos que cuentan con poderes económicos, políticos, sociales y culturales, a una condición que le permita ser sujeto de la historia. Sin capacidades —alimentación, salud, educación, ingreso, información, organización— que empoderen al ciudadano éste no puede ejercer autónomamente las libertades que formalmente le otorgan los derechos civiles y políticos. Por eso proponemos instituciones de democracia postliberal. No para sustituir a las instituciones del sistema político representativo imperante sino para que dicho sistema satisfaga los requisitos mínimos de la llamada democracia liberal. Las instituciones de una democracia postliberal tienen el propósito de que los mexicanos, formalmente designados como ciudadanos, tengan las oportunidades de irse capacitando —empoderando— para ejercer una ciudadanía autónoma, plena, en la propia democracia liberal. Sólo así podremos ir transformando la partidocracia oligárquica prevaleciente en un sistema político que se asemeje más a la poliarquía descrita por Robert Dahl, que es lo más cercano que existe actualmente —en el mundo— a la imagen ideal de la democracia liberal: en lugar de una oligarquía una poliarquía y, en esa medida, un poder de los partidos frenado y balanceado por poderes ciudadanos.
Como planteé en el primer número de Rojo-amate, la democracia postliberal es el resultado de procesos de libertades autónomas que permiten empoderar ciudadanos mediante diversas formas de participación al margen de los partidos; y mediante el otorgamiento a organizaciones sociales de una especie de ciudadanía colectiva. En la democracia postliberal se hace política por fuera de los partidos, por una parte, para gestionar demandas que exceden el marco de la democracia liberal realmente existente y, por otra, para fortalecer el sentido de pertenencia e identidad con determinadas comunidades sociales o civiles; contrarrestando así el aislacionismo individualista al que conduce el liberalismo y la dependencia exclusiva a la identidad partidaria.
La democracia postliberal abre así un segundo circuito de la ciudadanía y de la política que en Europa se da como complemento de la democracia liberal realmente existente para hacer más efectiva la gobernanza, y que en México requerimos para empoderar ciudadanos con el propósito de que nuestra democracia liberal realmente existente sea menos oligárquica y, por lo tanto, más “democrática”. Al otorgar una especie de ciudadanía colectiva a organizaciones sociales y permitirles que sus decisiones sean vinculantes para los órganos de gobierno en el marco de ciertos límites, la democracia postliberal está dando cabida al ejercicio de ciertas funciones inexistentes en el juego político actualmente dominante, mediante una determinada relación de corresponsabilidad sociedad-Estado que el neoliberalismo desplaza hacia relaciones de mercado mediante el outsourcing a empresas privadas. Este outsourcing —maquila— que el estado neoliberal realiza se da en los servicios de salud, de educación, de empleo en las instituciones públicas y en los servicios de pensión,
en beneficio de las empresas privadas.
La ley de participación ciudadana en
el Distrito Federal (Presupuesto participativo,
planeación democrática desde abajo)
La democracia postliberal puede impulsarse tanto desde la sociedad como desde las propias instituciones del sistema político liberal imperante, a condición de que los actores sociales y políticos que lo hagan decidan ir más allá de las opciones que las instituciones prevalecientes ofrecen; es decir, que decidan impulsar proyectos alternativos al modelo socioeconómico neoliberal y a la democracia liberal. En mayo del 2010, los dos órganos de gobierno del Distrito Federal —el Ejecutivo y la Asamblea Legislativa— decidieron promulgar lo que de hecho es una nueva ley de participación ciudadana; una ley que es postliberal y cuyo objetivo es proporcionar los instrumentos que permitan a los ciudadanos —en la medida en que los ejerzan— irse empoderando al margen de los partidos.
Para que puedan ejercer los instrumentos de participación ciudadana —como el presupuesto participativo, la contraloría social o la planeación participativa— la ley obliga al Instituto Electoral del Distrito Federal a que por sí mismo y por medio de las instituciones públicas de educación superior capacite permanentemente a los 16 mil 335 representantes ciudadanos electos el 24 de octubre de 2010 en las mil 815 colonias de la Ciudad de México. El empoderamiento se irá dando así vía el aprendizaje de conocimientos explícitos y de conocimientos tácitos generados durante la participación ciudadana en esos instrumentos, al margen de los partidos.
Los órganos de representación ciudadana serán
los Comités Ciudadanos electos en cada una de las mil 815 colonias (o sección de colonia, cuando ésta es
demasiado grande), los representantes de manzana, las asambleas de colonia y los Consejos Ciudadanos Delegacionales. Éstos estarán integrados también por un representante de cada una de las organizaciones sociales registradas en la delegación.
Una medida radicalmente nueva de la presente ley de participación ciudadana es que una parte de las decisiones que tomen los Comités Ciudadanos y los Consejos Ciudadanos Delegacionales serán vinculatorias para los órganos de gobierno. Me refiero, por ejemplo, a la decisión sobre el destino hasta del 3 por ciento del presupuesto total delegacional que los representantes ciudadanos podrán decidir, desde el 2011, a qué obra, servicio o equipamiento habrá de destinarse en qué colonia y manzana. Es un ejercicio de presupuesto participativo que toma el ejemplo de lo hecho en Porto Alegre, Brasil y Kerala (India) desde hace ya muchos años con gran éxito. Presupuesto participativo promovido en esos dos países, como en el DF, por partidos de izquierda. Igualmente importante es la función de contraloría ciudadana que impulsaremos para que se inicie, en los hechos, desde 2011, sobre el ejercicio de los recursos públicos del presente año.
La Ciudad de México lleva ya muchos años sin contar con un trabajo de prospectiva que norme las acciones públicas en materia urbana, económica y social. La ley de participación ciudadana le da la oportunidad a las asambleas de manzana y de colonia, así como a los comités ciudadanos de colonia y a los consejos ciudadanos delegacionales de participar en la planeación a corto, mediano y largo plazo de su entorno inmediato y de la propia Ciudad. El Instituto Electoral del Distrito Federal habrá de emprender los procesos de capacitación y organización para que, conjuntamente con las opiniones de especialistas —que también son ciudadanos de la capital—, vayamos elaborando entre todos el plan de desarrollo económico, urbano y social de la Ciudad de México. Sí, de abajo hacia arriba; como expresión de empoderamiento ciudadano.
Es cierto que estos procesos se enfrentan a intereses económicos y políticos muy poderosos. Ya desde agosto, muchos dirigentes de partidos y funcionarios públicos han estado violando la ley de participación ciudadana interviniendo de diversas formas en la integración de las fórmulas que compitieron el 24 de octubre para integrar los comités ciudadanos. Pero —aprovechando el tema de las rememoraciones presentes sobre el bicentenario y el centenario— no puedo dejar de pensar que así como la Independencia no se realizó el 16 de septiembre de 1810 ni la Revolución el 20 de noviembre de 1910 sino, ambas, muchos años después gracias a las luchas sociales y reformas institucionales que duraron décadas, también el proceso histórico de empoderamiento ciudadano —tanto en la Ciudad Capital como en todo el país— requerirá de prolongadas luchas ciudadanas y múltiples transformaciones de las instituciones vigentes.
Por un nuevo tipo de organizaciones sociales
y la formación de contrapoderes
Hay otra veta que se abre con el planteamiento de una democracia postliberal: la necesidad de constituir organizaciones sociales con vida orgánica democrática. No es un secreto para nadie que en México existe una elite económica de poder —organizada como “consejo empresarial”, “hombres mexicanos de negocio”, medios masivos de comunicación, etc.— que, junto con la elite política de poder, deciden los destinos políticos, económicos y sociales de la Nación. Una democracia postliberal permite a las fuerzas económicas y sociales excluidas del proyecto hegemónico de Nación —conducido por esas elites— formar contrapoderes que contribuyan a ir transformando la realidad imperante. Me refiero a contrapoderes que se pueden ir constituyendo por organizaciones de empresarios medianos y pequeños; por sindicatos y organizaciones de agricultores, ganaderos y campesinos; por solicitantes de vivienda popular; por jóvenes a quienes el sistema actual no les da la oportunidad de estudiar ni trabajar; por asociaciones de colonos y padres de familia; por profesores y estudiantes universitarios, etcétera. Trabajo organizativo basado en el empoderamiento ciudadano.
Colofón
Pensar que basta la elección de un Presidente de la República con un proyecto alternativo al neoliberal para emprender la transformación de la realidad es no darse cuenta de que la elite económica de poder seguirá estando presente y que una buena parte de la partidocracia oligárquica también. Además de conquistar la Presidencia se hace necesario, entonces, desplegar procesos de empoderamiento ciudadano que, como expresiones de democracia postliberal, formen contrapoderes a lo largo y ancho del país. Con ello podremos emprender un nuevo rumbo nacional que acabe con esta larga noche que dura ya más de 27 años.
Los fundamentos de una democracia postliberal
(o las bases del empoderamiento ciudadano)
El régimen político mexicano no es, estrictamente hablando, una democracia. Es una república liberal representativa sustentada en un sistema competitivo de partidos. Para que por lo menos exista lo que ahora se denomina democracia la ciudadanía debe estar relativamente empoderada —en términos de alimentación, salud, educación, información, organización— y, por lo tanto, tener la capacidad para ser relativamente autónoma en sus decisiones. Y ello sucede en los países desarrollados, no en los nuestros.
El régimen político mexicano es ahora una república liberal pues los ciudadanos cuentan con la posibilidad de ejercer los derechos civiles y políticos otorgados por la Constitución y las demás leyes en la materia. Y es una república representativa sustentada en un sistema competitivo de partidos porque los ciudadanos opinan (otorgando su voto) sobre quiénes quieren —de entre los candidatos propuestos por los partidos— que sean sus representantes en los poderes ejecutivos y legislativos de la Nación.
Este tipo de régimen político fue diseñado en lo fundamental por los “padres” de la independencia estadounidense en el siglo XVIII, principalmente por James Madison y Alexander Hamilton. Ellos argumentaron expresamente (en El Federalista) las razones por las cuales no deseaban para Estados Unidos una democracia sino una república representativa: no solamente porque el territorio de su país era sumamente extenso, sino sobre todo porque no querían que la mayoría de los ciudadanos tomara directamente las decisiones de gobierno. Es decir, pretendían que el poder fuera ejercido por los representantes propuestos como candidatos por los partidos, no por los ciudadanos.
¿Por qué entonces a este régimen político se le llama democracia? Aclaremos que no fue sino hasta bien entrado el siglo XIX y, en el XX, después de la Primera Guerra Mundial, que politólogos, ideólogos y políticos defensores de este régimen político le adosaron el calificativo de democracia para ganar la legitimidad de la propuesta entre la mayoría de la población. Pero estudiosos muy respetados de las ciencias sociales como Joseph Schumpeter en 1942 y Robert Dahl en 1971 —ninguno de los dos de izquierda— calificaron al régimen político que ahora denominamos democracia como una oligarquía de partidos, el primero, y el segundo como una poliarquía.
Si la fuerza de la propaganda ha conducido a que en el mundo se le llame a este régimen político democracia, en los países subdesarrollados (como les decíamos hace cuarenta años) deberíamos agregarle el apellido liberal. No sólo porque gozamos de los derechos civiles y políticos promulgados desde el siglo XVII inglés por el liberalismo, sino porque el supuesto esencial del liberalismo es que todos los ciudadanos son básicamente iguales; y en las naciones del Tercer Mundo somos básicamente desiguales: económica, social y culturalmente y, por lo tanto, políticamente también (aunque la ley plantee que somos iguales). Para que exista lo que se denomina democracia liberal en los países desarrollados —para que la realidad se acerque al supuesto legal sobre la igualdad ciudadana— se debe, en México, empoderar económica, social y culturalmente a la ciudadanía, con el propósito estratégico de que tenga capacidad para ser relativamente autónoma —y no dependiente— en sus decisiones.
El régimen político mexicano es un conjunto de instituciones (organismos y reglas) sustentado en una partidocracia oligárquica que promueve un sistema económico, social y cultural —el neoliberal— que favorece a una minoría e incrementa las desigualdades. La litis de fondo no consiste, por lo tanto, en la afinación de los elementos que integran el régimen: en hacerlo semi-parlamentario o semi-presidencial, etcétera. ¿De qué sirve realmente —a la mayoría del pueblo— reformar una superestructura institucional —un edificio, digamos— si la base ciudadana —es decir los cimientos del edificio— está tan desempoderada que el régimen político realmente existente en nuestro país ni siquiera cumple los requisitos mínimos de la llamada democracia liberal? Por eso afirmamos que la llamada transición a la democracia, tan vehementemente discutida, no pasa tanto por el ajuste de las instituciones de nuestra superestructura política como por el empoderamiento económico, social, cultural y, por supuesto, político de los ciudadanos mexicanos; es decir, de los cimientos de esa superestructura.
En nuestra opinión, a la ciudadanía hay que concebirla como un proceso histórico —endógeno al sistema político y no exógeno a él, como lo plantea el liberalismo— que le sirve al ser humano para hacer transitar su condición de sujeción y dependencia con relación a otros seres humanos que cuentan con poderes económicos, políticos, sociales y culturales, a una condición que le permita ser sujeto de la historia. Sin capacidades —alimentación, salud, educación, ingreso, información, organización— que empoderen al ciudadano éste no puede ejercer autónomamente las libertades que formalmente le otorgan los derechos civiles y políticos. Por eso proponemos instituciones de democracia postliberal. No para sustituir a las instituciones del sistema político representativo imperante sino para que dicho sistema satisfaga los requisitos mínimos de la llamada democracia liberal. Las instituciones de una democracia postliberal tienen el propósito de que los mexicanos, formalmente designados como ciudadanos, tengan las oportunidades de irse capacitando —empoderando— para ejercer una ciudadanía autónoma, plena, en la propia democracia liberal. Sólo así podremos ir transformando la partidocracia oligárquica prevaleciente en un sistema político que se asemeje más a la poliarquía descrita por Robert Dahl, que es lo más cercano que existe actualmente —en el mundo— a la imagen ideal de la democracia liberal: en lugar de una oligarquía una poliarquía y, en esa medida, un poder de los partidos frenado y balanceado por poderes ciudadanos.
Como planteé en el primer número de Rojo-amate, la democracia postliberal es el resultado de procesos de libertades autónomas que permiten empoderar ciudadanos mediante diversas formas de participación al margen de los partidos; y mediante el otorgamiento a organizaciones sociales de una especie de ciudadanía colectiva. En la democracia postliberal se hace política por fuera de los partidos, por una parte, para gestionar demandas que exceden el marco de la democracia liberal realmente existente y, por otra, para fortalecer el sentido de pertenencia e identidad con determinadas comunidades sociales o civiles; contrarrestando así el aislacionismo individualista al que conduce el liberalismo y la dependencia exclusiva a la identidad partidaria.
La democracia postliberal abre así un segundo circuito de la ciudadanía y de la política que en Europa se da como complemento de la democracia liberal realmente existente para hacer más efectiva la gobernanza, y que en México requerimos para empoderar ciudadanos con el propósito de que nuestra democracia liberal realmente existente sea menos oligárquica y, por lo tanto, más “democrática”. Al otorgar una especie de ciudadanía colectiva a organizaciones sociales y permitirles que sus decisiones sean vinculantes para los órganos de gobierno en el marco de ciertos límites, la democracia postliberal está dando cabida al ejercicio de ciertas funciones inexistentes en el juego político actualmente dominante, mediante una determinada relación de corresponsabilidad sociedad-Estado que el neoliberalismo desplaza hacia relaciones de mercado mediante el outsourcing a empresas privadas. Este outsourcing —maquila— que el estado neoliberal realiza se da en los servicios de salud, de educación, de empleo en las instituciones públicas y en los servicios de pensión,
en beneficio de las empresas privadas.
La ley de participación ciudadana en
el Distrito Federal (Presupuesto participativo,
planeación democrática desde abajo)
La democracia postliberal puede impulsarse tanto desde la sociedad como desde las propias instituciones del sistema político liberal imperante, a condición de que los actores sociales y políticos que lo hagan decidan ir más allá de las opciones que las instituciones prevalecientes ofrecen; es decir, que decidan impulsar proyectos alternativos al modelo socioeconómico neoliberal y a la democracia liberal. En mayo del 2010, los dos órganos de gobierno del Distrito Federal —el Ejecutivo y la Asamblea Legislativa— decidieron promulgar lo que de hecho es una nueva ley de participación ciudadana; una ley que es postliberal y cuyo objetivo es proporcionar los instrumentos que permitan a los ciudadanos —en la medida en que los ejerzan— irse empoderando al margen de los partidos.
Para que puedan ejercer los instrumentos de participación ciudadana —como el presupuesto participativo, la contraloría social o la planeación participativa— la ley obliga al Instituto Electoral del Distrito Federal a que por sí mismo y por medio de las instituciones públicas de educación superior capacite permanentemente a los 16 mil 335 representantes ciudadanos electos el 24 de octubre de 2010 en las mil 815 colonias de la Ciudad de México. El empoderamiento se irá dando así vía el aprendizaje de conocimientos explícitos y de conocimientos tácitos generados durante la participación ciudadana en esos instrumentos, al margen de los partidos.
Los órganos de representación ciudadana serán
los Comités Ciudadanos electos en cada una de las mil 815 colonias (o sección de colonia, cuando ésta es
demasiado grande), los representantes de manzana, las asambleas de colonia y los Consejos Ciudadanos Delegacionales. Éstos estarán integrados también por un representante de cada una de las organizaciones sociales registradas en la delegación.
Una medida radicalmente nueva de la presente ley de participación ciudadana es que una parte de las decisiones que tomen los Comités Ciudadanos y los Consejos Ciudadanos Delegacionales serán vinculatorias para los órganos de gobierno. Me refiero, por ejemplo, a la decisión sobre el destino hasta del 3 por ciento del presupuesto total delegacional que los representantes ciudadanos podrán decidir, desde el 2011, a qué obra, servicio o equipamiento habrá de destinarse en qué colonia y manzana. Es un ejercicio de presupuesto participativo que toma el ejemplo de lo hecho en Porto Alegre, Brasil y Kerala (India) desde hace ya muchos años con gran éxito. Presupuesto participativo promovido en esos dos países, como en el DF, por partidos de izquierda. Igualmente importante es la función de contraloría ciudadana que impulsaremos para que se inicie, en los hechos, desde 2011, sobre el ejercicio de los recursos públicos del presente año.
La Ciudad de México lleva ya muchos años sin contar con un trabajo de prospectiva que norme las acciones públicas en materia urbana, económica y social. La ley de participación ciudadana le da la oportunidad a las asambleas de manzana y de colonia, así como a los comités ciudadanos de colonia y a los consejos ciudadanos delegacionales de participar en la planeación a corto, mediano y largo plazo de su entorno inmediato y de la propia Ciudad. El Instituto Electoral del Distrito Federal habrá de emprender los procesos de capacitación y organización para que, conjuntamente con las opiniones de especialistas —que también son ciudadanos de la capital—, vayamos elaborando entre todos el plan de desarrollo económico, urbano y social de la Ciudad de México. Sí, de abajo hacia arriba; como expresión de empoderamiento ciudadano.
Es cierto que estos procesos se enfrentan a intereses económicos y políticos muy poderosos. Ya desde agosto, muchos dirigentes de partidos y funcionarios públicos han estado violando la ley de participación ciudadana interviniendo de diversas formas en la integración de las fórmulas que compitieron el 24 de octubre para integrar los comités ciudadanos. Pero —aprovechando el tema de las rememoraciones presentes sobre el bicentenario y el centenario— no puedo dejar de pensar que así como la Independencia no se realizó el 16 de septiembre de 1810 ni la Revolución el 20 de noviembre de 1910 sino, ambas, muchos años después gracias a las luchas sociales y reformas institucionales que duraron décadas, también el proceso histórico de empoderamiento ciudadano —tanto en la Ciudad Capital como en todo el país— requerirá de prolongadas luchas ciudadanas y múltiples transformaciones de las instituciones vigentes.
Por un nuevo tipo de organizaciones sociales
y la formación de contrapoderes
Hay otra veta que se abre con el planteamiento de una democracia postliberal: la necesidad de constituir organizaciones sociales con vida orgánica democrática. No es un secreto para nadie que en México existe una elite económica de poder —organizada como “consejo empresarial”, “hombres mexicanos de negocio”, medios masivos de comunicación, etc.— que, junto con la elite política de poder, deciden los destinos políticos, económicos y sociales de la Nación. Una democracia postliberal permite a las fuerzas económicas y sociales excluidas del proyecto hegemónico de Nación —conducido por esas elites— formar contrapoderes que contribuyan a ir transformando la realidad imperante. Me refiero a contrapoderes que se pueden ir constituyendo por organizaciones de empresarios medianos y pequeños; por sindicatos y organizaciones de agricultores, ganaderos y campesinos; por solicitantes de vivienda popular; por jóvenes a quienes el sistema actual no les da la oportunidad de estudiar ni trabajar; por asociaciones de colonos y padres de familia; por profesores y estudiantes universitarios, etcétera. Trabajo organizativo basado en el empoderamiento ciudadano.
Colofón
Pensar que basta la elección de un Presidente de la República con un proyecto alternativo al neoliberal para emprender la transformación de la realidad es no darse cuenta de que la elite económica de poder seguirá estando presente y que una buena parte de la partidocracia oligárquica también. Además de conquistar la Presidencia se hace necesario, entonces, desplegar procesos de empoderamiento ciudadano que, como expresiones de democracia postliberal, formen contrapoderes a lo largo y ancho del país. Con ello podremos emprender un nuevo rumbo nacional que acabe con esta larga noche que dura ya más de 27 años.
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