ROBERTO BOLAÑO, OTRO “ESCRITOR MEXICANO”

Víctor Jiménez

Nadie parece insistir lo suficiente en un aspecto singular de la obra de Roberto Bolaño (1953-2003), quizá porque se considera obvio: su primer gran éxito literario, abrumador, Los detectives salvajes, de 1998, siendo muchas cosas, es también una corrosiva lectura de nuestro mexicano campo literario —para usar la expresión de Pierre Bourdieu— o, si se quiere, de nuestra vida literaria —para usar la expresión de Balzac. Que una novela tan localista (algunas peripecias tienen como escenario otros países, pero su medio fundamental, culturalmente hablando, es México) como ésta se hubiera convertido en un fenómeno literario mundial no es para pasarse por alto. Su aparición al inglés en 2007 fue celebrada como un gran acontecimiento por The New York Times (de hecho, por toda la crítica literaria de los Estados Unidos), que destacaba su filiación mexicana (algo a lo que se han resistido lo españoles, con su característico etnocentrismo), y en abril de 2010 acaba de aparecer en japonés, también con gran acogida. Paradójica recepción internacional a nuestro localismo literario visto por un chileno, pero no inexplicable.
Quizá muchos lectores extranjeros de Bolaño no descubrirán nunca, en las novelas “mexicanas” de éste (a Los detectives se agregarían Amuleto, de 1999 y 2666, de 2004), las referencias a personas reales que dejó en todas partes, excepción hecha, quizá, del caso de Octavio Paz (a quien Bolaño y su grupo detestaban y combatían). Este personaje “real” y reconocible es tratado con aparente distancia pero, visto de cerca, es objeto de una malicia no tan subrepticia tanto en Los detectives salvajes como en 2666. Un patético personaje de ficción de
Los detectives, Luis Rosado, poeta de la “otredad” que se desempeña como redactor de la revista Línea de Partida, pertenece al círculo de Paz, y un general ebrio de 2666 habla de una manera que su interlocutor asocia a la de Octavio Paz. Bueno: todo esto tiene ya cientos de miles (quizá millones) de lectores en muchos idiomas. Pero en este punto conviene precisar que la literatura de Bolaño es mucho más que estos private jokes no siempre indescifrables: supera eso y más.
Chileno transplantado a México en su adolescencia, Bolaño se desarrolla literariamente entre nosotros para emigrar definitivamente a Europa y escribir en un lugar cercano a Barcelona la obra con la que rompería los esquemas de la literatura escrita por los latinoamericanos una vez agotado el boom, cuando los listos se encaminaban ya a un pretendido cosmopolitismo como el que impulsaba precisamente el grupo de Octavio Paz. Bolaño regresa la literatura latinoamericana a América Latina, sin complejos y con un éxito que nadie hubiese predicho, definiéndose siempre como escritor latinoamericano. Pero no sería inexacto llamarlo también “escritor mexicano”, si dejamos muy visibles las comillas.
Parafraseando a Foucault, se puede decir que el verdadero tema de Don Quijote es la literatura. Es, salvando las distancias, el caso de Los detectives salvajes y las otras novelas “mexicanas” de Bolaño, así como de La literatura nazi en América (falso libro de biografías literarias), sin olvidar cuentos recogidos en diversas colecciones (por ejemplo, “Dentista”, en Putas asesinas, de 2001). Y aquí podemos abordar la paradoja que señalaba al principio: el campo literario mexicano (o nuestra “vida literaria”) no es tan peculiar como hubiésemos creído, y ahora todo el mundo está enterado del papel de nuestras vanguardias de principios del siglo xx (los estridentistas) o la más reciente, despistada y marginal de todas (los infrarrealistas), que resultó no ser desdeñable: de ella salió Bolaño. La concepción de la literatura que sostenían los detractores “salvajes” del gran cacique literario mexicano resultó interesante para legiones de lectores en lugares insospechados: ¿sería el nuestro tal vez un caso más generalizado de lo que pensamos? Bolaño elevó a la calidad de héroe literario en nuestro globalizado mundo, pese a lo que nuestro establishment local quiera pensar de él —lo cual a nadie importa—, a su modesto compañero de andanzas, Mario Santiago Papasquiaro. Otra dimensión de la misma paradoja: convertido en Ulises Lima, Mario Santiago es más conocido, entrañable y cosmopolita hoy, para los lectores de toda la geografía literaria, que el emperador de las letras al que combatió.

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