VENTANA

Agustín Dávila Padilla

En su Historia de la fundación y discurso de la Provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores (1596), Agustín Dávila Padilla describe la reacción de los españoles al recibir la noticia del arribo de Francis Drake a Santo Domingo (capital de La Española, hoy República Dominicana), donde el inglés no desembarcó siquiera el día de la toma de la ciudad por estar enfermo. Fueron sólo sus fatigados soldados los que causaron todo lo que narra Dávila, quien enfatiza la cobardía de los españoles y la humillación que se les impuso, relacionándola con el castigo divino que merecían por las atrocidades cometidas por ellos en América:

Salieron huyendo al monte, y escondiéndose en la espesura de los árboles y quebradas de las cuestas, que comúnmente llaman en aquella tierra arcabuços. Huyó el Presidente y toda la audiencia, y luego el Arçobispo con sus clérigos, y todos tres conventos de frayles: abrieron también los conventos de las monjas, y las que havían professado perpetua clausura, la dexaron en aquel caso forçoso, y se fueron huyendo
a los arcabuços. Los enfermos estavan buenos para huyr, los asmáticos a quien antes faltava el resuello para hablar, lo tenían ya para correr: todos eran valientes para huyr: queriendo Dios que se diessen priessa a dexar la ciudad a los enemigos, los Españoles que tantas ciudades habían destruydo de Indios. Terrible cosa es, que con aquella gente a cuyo cargo estava la defensa de la ciudad, no hubiesse podido su obligación, ni las vozes de las mugeres y niños, ni la clausura perdida de las monjas, ni el ruydo de las armas enemigas, para que dexassen de huyr, y tratassen de poner mejor remedio. Eran juyzios de Dios, y castigos de pecados viejos de Indias. Algunos Españoles estavan en arma, vnos de pie y otros de cavallo: pero en descubriendo a los enemigos, les bolvieron las espaldas y huyeron a los arcabuços, cuyo camino dexavan enseñado los que primero avían de aver salido a la defensa. Por el río salieron a tierra ochocientos Ingleses (según dize la relación más verdadera) aunque los de la ciudad escrivieron que avían sido dos mil: y es maravilla que no dixeron diez mil. Traían por Capitán al Maestre de campo porque se havía quedado en la mar Francisco Drac. Venían marchando poco a poco al son de sus atambores y pifaros, y disparando sus escopetas, para que pareciesse más gente de la que venía, y los Españoles desamparassen la ciudad. No tenían para qué intentar estas traças los enemigos, pues que sin ellas la tenían dada conforme a su desseo los que la avían de dar en destruyrlos. Caminaron los Ingleses toda la mañana con mucho cansancio, hollando arena y sufriendo sol, en tierra de temple muy contrario al de la suya. Yvan tales que pequeñas fuerças bastavan para quitarles la vida: y con todo esso quando los amedrentados Españoles los vieron, juzgaron que venían legiones de gigantes, en cuya compareción ellos eran menores que langostas. Bolviéronles las espaldas a título de conocidissimas ventajas, y que sería loco atrevimiento esperarlos pues para ochenta hombres mal armados venían ochocientos bien prevenidos. Todo aquel medio día avían caminado los Ingleses sin agua, que les hazía más falta que en otras ocasiones el vino. Estavan sin aliento, dexativos, y sin más ánimo del que les dava el poco que los Españoles tenían. A la entrada de la ciudad estavan dos grandes piezas de batir, assentadas en fuertes carretones, que si tuvieran dos hombres que las mandaran, eran bastante defensa contra más enemigos y más alentados que aquellos desventurados venían. En la fortaleza avía también muchos tiros gruessos y menudos, de que pudieran aprovecharsse: y quando quisieran aver salido al camino, tenían las manos llenas para yrles uno a uno quitando la vida en los passos estrechos y arcabuços que avía desde el río hasta la ciudad. [...] Para ninguna cosa destas tuvieron advertencia, ni supieron hacer cosa de importancia, más que dejar libremente la ciudad a los enemigos, para que la robassen y saqueasen. Iuyzios de Dios. No supieron defender la ciudad quando podían y devían, por las muchas que sus mayores saquearon a los Indios, quando ni pudieron ni devieron.

No es extraño que pocos años después de publicado lo anterior, cuando por una ironía del destino Dávila Padilla fue nombrado arzobispo de Santo Domingo (1599), encontrase al llegar a la isla, en 1601, un clima francamente hostil, sobre todo de parte del gobernador. Dávila había nacido en 1562 en la ciudad de México y murió en Santo Domingo en 1604, apenas a los cuarenta y dos años de edad. Es posible que lo hayan envenenado.

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